jueves, 3 de diciembre de 2009

LA CHAQUITACLLA, LA HOZ Y EL MARTIRIO: (IM)POSTURAS IDEOLÓGICAS EN LA REGIÓN ANDINA

Introito: Hoy más que nunca, indigenistas de toda laya acometen a Marx alegremente (incluso por deporte), como si hacerlo no demandara más esfuerzo que despanzurrar a un piojo. “Nuestros amautas omniscientes antes que Marx” vociferan a los cuatro suyos. Esta proclama no pasaría de ser un chistecito folclórico más, de los muchos que abultan la fraseología provinciana, si no se pronunciara con una convicción pasmosa. Sí, la broma sería hasta simpática si no pretendiera ser más que eso: una broma monda y lironda. Celebraría de buena gana la extravagancia de esta palabrería aldeana si no la ostentaran como “nuestra” declaración de principios. En fin, me importaría un bledo si no se llenaran la boca, la mayor parte de las veces con prejuicios típicos de la ignorancia supina, a nombre de quechuas y aimaras, como si nosotros, los que jamás tomaremos en serio los disparates indigenistas, no fuésemos tan “originarios” como ellos se reclaman.
1) Yo y mi circunstancia: Empezaré diciendo algo sobre mí, no por motivos egolátricos (moneda corriente en nuestro medio) sino a fin de evitar malas ausencias y, máxime, para demostrar que el lugar desde donde hablo --digamos los Andes o un país subdesarrollado-- y mi condición social o étnica --digamos popular o la de un “individuo de una raza de indios que habitan la región del Lago Titicaca, entre el Perú y Bolivia” (acepción de aimara)-- no tienen por qué condicionar mecánicamente mi manera de pensar --de ser así, el determinismo económico (en su versión más rústica) sería una ley natural--, ni mucho menos obligarme a comulgar con ideales desfasados e inviables aunque legítimos en apariencia --digamos socialismo o indigenismo--, que lo único que buscan es adulterar e imponer identidades que a la postre resultan funestas para el país.
Al igual que muchos “originarios” (peor incluso), nací en el seno de una familia campesina. La lengua materna de mis abuelos, padres, tíos y demás ancestros era (es) el aimara. Mis padres, muy previsores ellos, no deseando que en el futuro su hijo sea un “moteroso”, me prohibieron hablarla durante mi infancia (no los culpo). Aunque escuchándolos --a ellos y a otros parientes-- comunicarse en ese idioma casi a diario, lo aprendí de todos modos; bueno, tampoco me arrepiento. Debo admitir, sin embargo, que con el aimara me ocurre lo mismo que a ciertos “originarios” con el español, soy peor que un analfabeto funcional, se diría que soy hasta disfuncional. Entonces, hablo, escribo y, sobre todo, pienso en español (ergo sum). No tengo otra opción.
Como buen “originario”, en mi niñez ejercí el pastoreo de vacas, ovejas e insectos (estos últimos eran mis juguetes predilectos). Hasta hace poco mis padres me forzaban todavía a colaborar con ellos en sus interminables faenas agrícolas. Sí, yo también empuñé --las más de las veces a regañadientes-- chaquitacllas, raucanas, picos, palas, arados, hoces y martillos (ups). Mi indumentaria estuvo siempre en armonía con mi condición “originaria”. Usé chullos, chompas, ponchos y ojotas (estas últimas las calzo aún por comodidad). En el colegio más de una vez me obligaron a danzar disfrazado de autóctono, en aquellas ocasiones lucí mis añejos atuendos de bayeta.
Teniendo en cuenta mi origen (y mi cara), no sería extraño que me griten de calle a plaza o de selva a cordillera (da igual): indio, indígena, aborigen, nativo, originario, autóctono, oriundo, paisano, campesino, comunero, cholo, serrano, andino, tawantinsuyano u otros motes análogos (los hay para todos los gustos). Si bien no puedo jactarme de ser un Incahuanaco, un Salcamayhua, un Yawarhuaca o un Supaypahuahua --casualmente mis apellidos son bien hispánicos--, podría sí exclamar, con mayor derecho que un tal Efraín Miranda, ¡soy indio! ¿Por qué he de permitir que un impostor o alguien “que no sabe o no tiene noticia de las cosas” (acepción de ignorante) hable por mí y por los míos, haciéndonos quedar en ridículo?
2) El pecado “originario”: Lo malo no es haber nacido en los Andes, tampoco vivir allí. El pecado “originario” consiste en asumir un ideario segregacionista, retrógrado y arcaizante, cual si fuese parte de nuestra idiosincrasia quechua o aimara, como si ese fárrago de dogmas, prejuicios, plagios y arbitrariedades fuese la base firme de nuestra identidad. La cojudez de veras execrable radica en tomar la ideología indigenista (o cualquiera de sus infinitas subespecies) por un imperativo categórico o un mandato providencial. Presentarla como sabiduría ancestral es el colmo de la impostura “originaria”. Al respecto, Plinio Apuleyo, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa han dicho lo siguiente: “No nos referimos, por cierto, a la legítima valoración cultural e histórica del pasado precolombino, que por lo demás nada tiene que ver con el indigenismo. Nos referimos a la estafa ideológica mediante la cual, quinientos años después del tropiezo de Colón con las costas americanas, ciertas camarillas políticas y sus comparsas intelectuales pretenden oponer a los valores occidentales y a la modernidad una pureza «originaria» --según la palabreja de moda-- en pugna con los herederos de la Conquista”[1].
Nuestra mera condición de indígenas de América (o de las Indias Occidentales) no puede hacer de nosotros herederos sólo del Tahuantinsuyo. Que tengamos raíces quechuas o aimaras no debe hacernos olvidar que, gracias a un suceso remoto denominado Conquista, todos somos mestizos, en tal caso, mal que le pese a quienquiera, nuestro abolengo es, aunque sea en grado ínfimo, también hispánico. En consecuencia, es un despropósito garrafal pretender que la tradición andina constituya el pilar excluyente de nuestra identidad, tal como lo propugna el indigenismo. Los hispanófobos, eternos machacones de la leyenda negra, argüirán que nuestra cultura nada tiene que ver con España, la nación que nos sojuzgó de la manera más cruel, y que no se puede hablar de mestizaje, tampoco del encuentro de dos mundos, sino de una afrentosa violación. Empero, si de violación se trata, “… ¿no estamos tan cerca del violador como de la víctima (…)?, ¿por qué el artículo (“los”) para los españoles, y el posesivo (“nuestras”) para las bellas ñustas?” (Juan Carlos Valdivia dixit[2]).
Querámoslo o no, desde el Descubrimiento fuimos anexados a la civilización occidental, es decir, nuestro mundo, antaño limitado a un fragmento de América, tiene ahora un alcance planetario: mal de nuestro grado, pertenecemos a Occidente. Ésa es la realidad que debemos aceptar no con resignación sino con orgullo. A estas alturas de la historia universal es un sinsentido predicar todavía el purismo cultural. Aislarse de Occidente, recusando su ciencia, su tecnología, su filosofía, sus formas de vida y sus valores, en un evidente arranque de provincianismo, y fantaseando con una estúpida burbuja que preserve la fingida pureza de las nacionalidades “originarias”, significaría para nosotros una involución imperdonable.
3) El “indio imaginario”: Anida en la ideología indigenista un resentimiento antihispánico, antioccidental y antimoderno. Una actitud nefasta para la salud individual y colectiva, según Juan Carlos Valdivia. ¿No es acaso un signo patológico oponerse tan cerrilmente a la modernidad, proponiendo a cambio la vuelta al Tahuantinsuyo? No faltan “originarios” que, muy ufanos, contraponen el trueque al libre mercado, el molino de piedra al desarrollo postindustrial, el ayllu a la globalización… ¿Podríamos decir de ellos que gozan de una óptima salud mental (o, si se quiere, intelectual)? Está demás recordar que la obsesión antioccidental y anticapitalista, que los indigenistas --y los izquierdistas “carnívoros” en general-- destilan por todos los poros, nunca vino (ni vendrá) de la mano con alternativas coherentes y factibles. La impugnación será siempre emotiva, revanchista y resentida.
El eje del indigenismo actualmente en boga es el dualismo andino/occidental. Una operación antitética y rudimentaria que, al más puro estilo del fanatismo cristiano, clasifica a los hombres en buenos y malos. Así pues, el “blanco” es el malo por antonomasia y la cultura occidental, satanizada hasta el hartazgo, la quintaesencia de la maldad. Al contrario, el “andino” es, qué duda puede caber, el bueno y su cultura, el colmo del bien. Este simplismo bipolar, propio más bien de una mentalidad occidental primitiva aún, se origina en una patraña insostenible: la supuesta existencia de un protohombre andino (un “indio imaginario”). La ideología indigenista requiere de este ser fabuloso para legitimarse demagógicamente en una sociedad poscolonial tan heterogénea y proclive al resentimiento como la peruana. Nada más apartado de la realidad, ya que hoy en día el poblador de los Andes (el “originario” de marras), lejos de ser colectivista, tradicional, solidario, fraternal, inclusivo, etc., como pretende el indigenismo, es más bien un sujeto individualista, egoísta, ambicioso, interesado, envidioso, incompasivo, racista…en fin, humano, demasiado humano.
En la construcción discursiva de este “indio imaginario” han participado no sólo quienes se precian de ser “originarios”, sino también “blancos” (“gringos” inclusive). Diríamos sin exagerar que la primera y la última mano la dieron ellos. Recordemos si no al gringo Dante Nava, quien --inspirado por un filósofo teutón-- imaginaba a su “indio fornido de treinta años de acero” transformado en la versión aimara del “superhombre”, o al gringuísimo Josef Estermann, cuya singular hazaña es haber inventado un runa/jaqi “filósofo”[3]. El fruto de este abigarrado ensueño vale hoy para abominar de lo occidental y anunciar sin ambages la preeminencia de la cultura andina, un procedimiento lindante con el purismo cultural --peligro que, según los catequistas europeos de la interculturalidad (v. gr. Estermann), debemos evitar, cómo no, a toda costa-- y, acto seguido, con el segregacionismo --el racismo quechua y aimara--, lo que da pie al (re)brote del fundamentalismo indigenista (efecto Bolivia)[4].
4) Marx ha muerto, ¡viva el indigenismo!: “He hecho en Europa mi mejor aprendizaje. Y creo que no hay salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales”, reconoció Mariátegui[5] con lucidez. Soslayando esta profunda convicción, amén de la adhesión del autor al marxismo (heterodoxo, si se quiere, pero marxismo a fin de cuentas), los indigenistas de nuevo cuño --que rivalizan con los izquierdistas, cual aves de rapiña, a la hora de apropiarse del Amauta-- pretenden echar por la borda la doctrina política de Carlos Marx. Dizque “no se adecúa a nuestra realidad”. He ahí su trillada cantaleta. Hay, por cierto, varias lagunas en la visión comunista (ortodoxa) del problema indígena. Por ejemplo, en Latinoamérica (pródiga en guerrillas extremistas) la necesidad de someter la praxis a la teoría (marxista), devino en una burda simplificación de la realidad social --explotadores y explotados, burgueses y proletarios, capitalistas y obreros, etc.--, donde se minimizó (o desechó) sin más ni más el elemento étnico, un desatino garrafal en países como el Perú, Ecuador o Bolivia. Sin embargo, el antimarxismo de “originarios” e indigenistas de última hora obedece, como veremos, a razones harto pueriles.
En primer lugar, esta tropa carnavalesca de inquisidores --dirigentes, líderes, revoltosos, agitadores, amautas, mallkus y demás celebridades quechua-aimaras-- evidencia un conocimiento rudimentario (si no nulo) de Marx y el marxismo. Según ellos, todo se reduce a la lucha de clases, la revolución proletaria y la instauración del socialismo. Ergo (siguiendo esta lógica “originaria”), no se trata de penetrar en las entrañas del monstruo para conocerlo mejor (y luego destruirlo, claro está), sino de echar un vistazo --de lástima y desprecio-- a una lamentable sabandija (más ilusoria que real), para ulteriormente darle su pisotón de gracia. Al parecer, la ignorancia es, para indigenistas y “originarios”, un argumento de peso. La otra (sin)razón es de índole segregacionista. He aquí la obtusa inferencia: todo lo que viene de Occidente nos es ajeno, el marxismo es una teoría occidental, en consecuencia, es completamente extraño a nuestra realidad “tawantinsuyana”. Ante esta indigencia argumental, huelgan los comentarios.
El nuevo posicionamiento del indigenismo político en esta parte del continente (y de movimientos afines en todo el planeta), tras la debacle general de la izquierda marxista tradicional, fue, curiosamente, prevista (o, si se quiere, profetizada) hace más de quince años por el intelectual norteamericano Samuel Huntington[6] (en 1989, su colega Francis Fukuyama[7] había anunciado “el fin de la historia”, esto es, la democracia liberal como el punto final de la evolución ideológica y política de la humanidad). En “El choque de civilizaciones”, el catedrático de la Universidad de Harvard sostuvo que los conflictos a suscitarse en el orbe, con posterioridad a la guerra fría, tendrían motivaciones ya no ideológicas ni económicas sino culturales. En las sociedades no occidentales surgirían fundamentalismos étnicos y religiosos, que pondrían en jaque a la civilización occidental. Asimismo, en un documento elaborado por el Comité de Inteligencia Nacional de Estados Unidos (“Mapa del futuro global del proyecto 2020”) se enfoca el nuevo radicalismo indigenista como un problema hemisférico, por efecto de la extrema pobreza[8].
Tras la crisis del marxismo, el indigenismo de nuevo cuño estaría llamado a desplazarlo y, de paso, erigirse entre nosotros como la novísima ideología liberadora, la “buena nueva” de oprimidos y dominados. Al menos, esa es la intención de indigenistas y “originarios”. Algunos proclaman ya una supuesta “indigenización” de la izquierda. Existe, sin embargo, una postura ecléctica, que cuenta con no pocos simpatizantes: el llamado “socialismo del siglo XXI”. Su ideólogo es Heinz Dieterich y su principal abanderado, el presidente venezolano Hugo Chávez. Se trata, dicen, de un proyecto histórico que supera las imperfecciones del “socialismo real” y se opone, cómo no, al neoliberalismo salvaje (adoptado por las grandes potencias del sistema mundial en desmedro de las naciones pobres). Bloques regionales de poder, capitalismo proteccionista de Estado, democracia participativa y reivindicación del legado étnico precolombino, son algunos de sus ejes doctrinales. Este último componente hace del “socialismo del siglo XXI” un ideario afín al indigenismo --en su vertiente moderada (Evo Morales es uno de los pilares de la Patria Grande)-- y da pie para que ciertos “originarios” fantaseen ahora con un “socialismo andino”.
5) El “paraíso artificial” del indigenismo: La sociedad precolombina --sobre todo el imperio de los Incas-- es, para el indigenismo, el “paraíso perdido” por excelencia. Restaurar ese mundo perfecto o, al menos, hacer de él un referente es su máximo anhelo (“utopía andina”, según Alberto Flores Galindo y Manuel Burga[9]; “utopía arcaica”, según Mario Vargas Llosa[10]). Dicha caracterización es de larga data. Moro, Campanella y Bacón --lo afirma Luis E. Valcárcel[11]-- se habrían inspirado en el Perú de los Incas para forjar sus respectivas utopías. Hasta Mariátegui sucumbió al hechizo de esta fábula (desliz que, por cierto, no desacredita su magnífica obra). En efecto, la hipótesis de un socialismo (o comunismo) incaico aparece en sus “7 ensayos”. Sin embargo, el hallazgo posterior de valiosas fuentes documentales así como la tardía publicación de un borrador de Marx acerca de las “formaciones económicas precapitalistas”[12] --a los que el Amauta obviamente no pudo acceder-- desvirtuaron esa idea.
Años después, el asunto movería a polémica. Waldemar Espinoza[13] compiló en 1978 varios textos sobre la caracterización del Imperio de los Incas. Allí encontramos hasta siete posiciones en controversia: el modo de producción aldeano o del comunismo primitivo, el esclavista, el socialista, el social imperialista, el andino o incaico, el asiático y el de un feudalismo temprano. Investigadores tan disímiles como Baudin, Murra, Godelier, Golte, Lumbreras, Choy, Valcárcel, Roel, etc. protagonizaron el debate. Para Espinoza el modo de producción que corresponde al último Estado Imperial andino es el asiático. Al nivel del ayllu o comunidad aldeana, sostiene el historiador, no había propiedad privada de la tierra ni explotación del hombre por el hombre; en cambio, el Estado imperial --despótico, teocrático, guerrero y clasista-- era amo y señor de todas las tierras sobrantes, por lo que precisaba del trabajo colectivo de las comunidades subyugadas, es decir, la aristocracia dirigente del Estado Inca se afianzaba y sostenía gracias al esfuerzo ajeno. Agustín Barcelli[14] se pronuncia también a favor del modo de producción asiático, si bien --a diferencia de Espinoza-- prefiere definir al incario como una sociedad de castas (no de clases sociales).
Así pues, la visión idílica de “originarios” e indigenistas sobre el pasado andino no tiene base histórica. Jamás hubo en el antiguo Perú algo equiparable a un socialismo edénico. Al contrario, según Waldemar Espinoza, los distintos grupos étnicos que habían sido absorbidos por el Imperio de los Incas, “…veían en éstos a una clase explotadora, depredadora, usurpadora y abusiva de la que querían ansiosamente liberarse”[15]; el sentimiento localista era tan fuerte --dice Flores Galindo-- que cuando arribaron los españoles “…los Incas no tenían ni un siglo de historia y no habían podido fusionar a las poblaciones andinas, que todavía se distinguían por regiones y localidades”[16]. Fueron, desde luego, estas hondas fracturas sociales las que posibilitaron la Conquista. Peor todavía, la destrucción del Imperio de los Incas es obra de los andinos. Resulta que diversos curacazgos (huancas, cañares, chachas, chancas, caracaras, etc.), lejos de rechazar a los invasores, se aliaron con ellos a fin de abatir a los pobres cuzqueños. En consecuencia, “…la propia población andina fue la que destruyó el imperio político, social y económico de los incas para entregar sus bienes y fuerzas de producción a los españoles” (Waldemar Espinoza dixit[17]).
La idealización del incario es fruto de la explotación colonial. El infortunio compartido por grupos autóctonos, antes disgregados o enemistados, engendró en la mentalidad de sus integrantes una nueva identidad, anclada precisamente en su condición de oprimidos. Los españoles instituyeron para todos ellos una categoría colonial --el término “indio”--, que desde ese momento identificaría a los naturales del mundo andino. La tiranía virreinal arreció tanto que la reacción indígena no se hizo esperar. Sólo entonces se cobró cariño al desaparecido Imperio de los Incas; recién ahora los pueblos sojuzgados, otrora enemigos y destructores del Tahuantinsuyo, soñaban inútilmente con su restauración (mito del Inkarri). La rebelión indígena más formidable del siglo XVIII, la de Túpac Amaru II, hizo eco de esa nostalgia. “La imagen idealizada del inca como un gobernante benevolente, poderoso y justo, y del imperio del Tahuantinsuyo como sede de la sociedad ideal, emplazada en el pasado, pero erigida en el proyecto posible de una utopía que podía reactualizarse en un futuro cercano, tenía, ciertamente, un potencial revolucionario explosivo”, ha puntualizado Nelson Manrique[18].
6) Lío de “idiotas”: Pervive, aún hoy, un ala del paleomarxismo que, con el objeto de combatir al “socialismo del siglo XXI”, ridiculiza también la fábula del “paraíso perdido”[19]. Según los abanderados de este ideario troglodita, la vía exclusiva (“correcta”) para redimir a la humanidad es la revolución proletaria, esto es, la destrucción total del capitalismo y la consecuente instauración del socialismo. En el Perú, los vándalos de Sendero Luminoso tachaban de “folclore” cualquier intento de valorar la cultura andina. Dicho grupo extremista --dizque marxista-- emprendió una absurda “guerra popular” en pos de un paraíso terrenal “…sin explotados ni explotadores, sin oprimidos ni opresores, sin clases, sin Estado, sin partidos, sin democracia, sin armas, sin guerra”[20], como si este delirio celestial, digno del manicomio (o de la cadena perpetua), fuese compatible con su pretendida visión “científica” de la realidad. “Cientificismo cuasi religioso” ha dicho Carlos Iván Degregori[21]. Así, el evangelio se denominaba “pensamiento Gonzalo”, los catecismos eran los documentos del “partido”, el mesías se llamaba Abimael Guzmán y, para rematar esta payasada maoísta, no podía faltar el harén de santísimas vírgenes: Edith Lagos, camarada Norah, camarada Míriam y demás fans enamoradas de la barbarie[22].
En la actualidad, no pocos izquierdistas cavernarios creen a pie juntillas que únicamente la revolución socialista puede transformar el mundo y remediar la pobreza. (“El poder nace del fusil” y punto.) Otros, en cambio, han adoptado posturas intermedias y remozadas (“electoreras”), por lo que suelen tildar a los primeros de “radicales”, “terroristas” o “tirabombas”. Sin embargo, al margen de matices y sutilezas, todos ellos padecen, en esencia, el mismo ofuscamiento ideológico. En el impagable “Manual del perfecto idiota latinoamericano” (1996), Plinio Apuleyo, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa[23] han realizado una espléndida radiografía de este personaje. En la “presentación” del libro, Mario Vargas Llosa dice: “Cree que somos pobres porque ellos son ricos y viceversa, que la historia es una exitosa conspiración de malos contra buenos en la que aquéllos siempre ganan y nosotros siempre perdemos (él está en todos los casos entre las pobres víctimas y los buenos perdedores)… ¿Quién es él? Es el idiota latinoamericano”[24]. Para el “idiota” de marras, la miseria y el subdesarrollo de América Latina es achacable a la burguesía y el imperialismo (vulgata marxista), el neoliberalismo es un sistema salvaje (terror al mercado) y si nuestros países son pobres, la culpa es de los países ricos (tercermundismo). “Proviene de Marx y de Lenin la identificación de tales culpables, pero de Freud la necesidad de descargar en otro o en otros sus amargas frustraciones”, indican los tres autores[25].
Pese a los naufragios y las bancarrotas de antaño, asistimos hoy al reflote de las izquierdas en esta parte del continente. Teniendo en cuenta los casos de Chávez en Venezuela, Lula en Brasil, los Kirchner en Argentina, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Michelle Bachelet en Chile, etc., Marc Saint-Upéry[26] habla del “viraje a la izquierda”, según él, un fenómeno sin precedentes en el Cono Sur, resultante del fracaso del modelo neoliberal, en suma, una reacción en bloque al capitalismo salvaje. En “El regreso del idiota” (2007), Apuleyo, Montaner y Vargas Llosa contraponen dos izquierdas: la “carnívora” y la “vegetariana”. La primera, representada máxime por Chávez y Morales, sería, conforme al molde jurásico, populista, autoritaria, antiliberal y amante de la economía estatizada (el indigenismo sería una subespecie suya); en cambio, la segunda, encarnada por Lula y Bachelet, sería más bien, acorde a los tiempos modernos, democrática, defensora de la empresa privada, el libre mercado y la inversión extranjera, es decir, socialista sólo en apariencia. Saint-Upéry ha rechazado esta dicotomía; para él, estamos ante un “mito” perpetrado por los ideólogos liberales (en realidad, los argumentos que trae a colación no son muy convincentes). Está demás decir que la izquierda que más caló entre nosotros es la “carnívora”. La región andina es, desde siempre, un extraordinario caldo de cultivo para la “idiotez” política.
Los indigenistas que en nuestros días descalifican a los marxistas (y viceversa) no advierten que hay un (re)sentimiento, común a los dos bandos, que los hermana inexorablemente: el “tercermundismo”, esa típica manía latinoamericana que consiste en culpar a otros (ora a los capitalistas, ora a los blancos) de las desdichas, frustraciones e ineptitudes propias. Como subraya el trío del “idiota”: “…la culpa de lo que nos pasa no es nunca nuestra. Siempre hay alguien --una empresa, un país, una persona-- responsable de nuestra suerte. Nos encanta ser ineptos con buena conciencia. Nos da placer morboso creernos víctimas de algún despojo. Practicamos un masoquismo imaginario, una fantasía del sufrimiento”[27]. Hoy los une además el antiyanquismo y el antimundialismo. Según Jean François Revel[28], la actual afirmación de los Estados Unidos como superpotencia económica, tecnológica, militar y cultural, a nivel planetario, merced a sus propias potencialidades y al colapso comunista, entre otros factores, no tiene antecedentes históricos[29]. El antiamericanismo, sostiene Revel, dice más de las fobias y los fantasmas de los detractores, pues las impugnaciones se basan en la desinformación (generalmente deliberada). En relación al supuesto peligro de extinción de la diversidad cultural, a consecuencia de la globalización (dizque americana), la opinión de dicho autor es concluyente: “La mundialización no uniformiza, sino que diversifica”[30]. (Frente a las redes globales sin centro, como el poder, la economía o la información, la gente apela a identidades locales, como la nación, la etnia o las preferencias sexuales, afirma a su vez Manuel Castells.)
7) Marx y los esperpentos del marxismo: Es de veras insólito (por decir lo menos) que, pese al humillante colapso mundial de los regímenes comunistas, actualmente se proponga todavía ese modelo de sociedad (que ya nada tiene de utopía) como alternativa seria al capitalismo. La realidad misma se encargó de demostrar con creces su inviabilidad. Por cierto, con el fin de justificar a diestra y siniestra este rotundo fracaso, los consabidos “idiotas” se empecinaron en buscarle cinco pies al gato. Así, los más adujeron que había caído el “socialismo real”, producto del revisionismo, mas no el “socialismo científico”, que se mantenía incólume (v. gr. Manuel Góngora[31], José Sotomayor Pérez[32] y, de algún modo, Gustavo Portocarrero[33] se han pronunciado en ese sentido). La explicación es de lejos insostenible, ya que desconoce de modo artero un postulado “marxista” elemental, a saber, “la práctica es el único criterio de la verdad” (Mao Tse Tung[34]). En consecuencia, la praxis (URSS, China, RDA, etc.) ha demostrado la absoluta inconsistencia de la teoría (socialismo a secas). Los izquierdistas no aceptarían, de seguro, que los liberales desdoblen el sistema que tanto fustigan aquéllos en “capitalismo real”--salvaje y hambreador-- y “capitalismo (digamos) benefactor” --la auténtica garantía de prosperidad--, y que, acto seguido, pretendan achacar la injusticia, las desigualdades sociales y la miseria al primero.
La inviabilidad del socialismo obedece a fallas e imperfecciones congénitas, es decir, siguiendo a Revel, el quid radica en la “lógica del sistema”: “Es inútil afirmar, de manera absolutamente gratuita por otra parte, que el fracaso económico de los países socialistas se explica por causas extrínsecas y añadidas al sistema --como la burocracia, la centralización excesiva o la planificación autoritaria--, ya que si la desprivatización de la economía tuviera por sí mismas propiedades curativas hasta tal punto soberanas, a pesar de todos los contratiempos lograría algunos buenos efectos. Y no es así. Lo que la pantalla ideológica impide reconocer es que el fracaso no se debe a accidentes ni a conspiraciones, sino a la lógica misma del sistema”[35]. Pero las razones del hundimiento socialista van mucho más allá del factor económico. Según Fukuyama, la “debilidad de los Estados fuertes” (comunistas) es máxime la pérdida paulatina de su legitimidad. Sin duda, ésta dependía en gran medida de la bonanza económica, expresada en el bienestar material, que el régimen prometía al pueblo en conjunto; ergo, los continuos descalabros financieros tenían que socavar necesariamente la confianza de la gente en un sistema que, al menos en teoría, era sinónimo de abundancia. Sin embargo, explica el autor de “El fin de la historia”: “El fracaso económico era sólo uno de una serie de fracasos en el sistema soviético, pero hizo efectos de catalizador del rechazo del sistema de creencias y expuso la debilidad del sistema subyacente. El fracaso fundamental del totalitarismo fue su fracaso en controlar el pensamiento”[36].
Para Norberto Bobbio[37], el marxismo ha sufrido en el siglo XX cuatro grandes crisis, todas ellas derivadas del incumplimiento de las predicciones de (o atribuidas a) Marx respecto al desarrollo de la sociedad: 1) a principios de siglo, no se verificó (a corto plazo) el derrumbe del capitalismo; 2) luego de la primera Guerra Mundial, la revolución socialista se produjo inicialmente en un país rezagado en términos capitalistas; 3) durante la dictadura estalinista, el Estado no se extinguió, sino que se fortaleció hasta dar origen al Estado totalitario; 4) al presente, el capitalismo no se desmoronó a causa de su contradicciones internas, sino que, al contrario, venció y superó holgadamente el reto de la URSS. Dicho autor sostiene que Marx es un clásico de las ciencias sociales (incluso de la filosofía) --como Hobbes, Hegel o Weber--, es decir, un obligado punto de referencia y, por supuesto, de confrontación. Entonces, según Bobbio, no hay por qué tomar su obra como una doctrina canónica e infalible; nuestra relación con el pensamiento de Marx debe ser más bien “laica”. Así pues, “…no existe tanto una crisis del marxismo cuanto marxistas en crisis. Sólo un marxista, en cuanto considera que el marxismo es una doctrina universal, o un antimarxista, en cuanto considera que el marxismo se debe rechazar desde el principio hasta el fin, pueden correctamente decir, con dolor y con alegría, que el marxismo está en crisis. El primero, porque no encuentra aquello que creía encontrar en él, el segundo porque de la constatación de un error decreta el fracaso y el final”[38].
Conviene aquí recordar que el mismo Marx solía declarar, con fino humor, que él no era marxista. Definitivamente, él no puede hacerse cargo de todas las necedades, barbaridades, torpezas y monstruosidades, que a lo largo de la historia se han dicho y/o perpetrado a su nombre. Eso sí, hay que admitir sin reserva que en el ideario (y en la vida) de Marx se cuentan no pocos errores, circunstancia que, lejos de invalidar su obra y desacreditar su genialidad, confirma que el autor de “El capital” es un hombre de carne y hueso (y no un ser omnipotente), cuya propuesta no se restringe a la revolución proletaria (al menos, no al amotinamiento), sino que constituye un fecundo sistema de pensamiento, destinado a perdurar en el tiempo. No en vano Paul Ricouer sostiene que los tres críticos más grandes de nuestra cultura (occidental), los “filósofos de la sospecha”, son Marx, Nietzsche y Freud. De suerte que en la actualidad resulta grotesco y risible el triunfalismo de indigenistas, “originarios” y (¡ay!) ciertos bobalicones de la derecha (uno no tiene la culpa) en relación a la muerte (presunta) de Marx y el marxismo. Esta lamentable cuadrilla de impugnadores confunde (por ignorancia o adrede) al maestro con sus peores discípulos, al cuerpo con la sombra, al hombre con sus espectros, cometiendo así una aberración innombrable. No está demás repetir, a la par con Bobbio, que Marx es un clásico, no hay que buscar en sus libros fórmulas, recetas, esquemas y burdas cosmovisiones; sus escrituras nada tienen de sagradas, es más, abundan en ellas los yerros y los equívocos. Ergo, su doctrina no es “todopoderosa” ni “exacta”, como pretendía Lenin[39].
Hasta hoy han transcurrido veinte años desde la caída del muro de Berlín. Lo que yace bajo sus escombros no es el pensamiento de Marx, sino sus horrendas (per)versiones: los “marxismos oficiales”; se desvaneció, no obstante, la utopía socialista que dio pie no a un paraíso terrestre, como él esperaba, sino a un inicuo sistema totalitario, muy semejante al sórdido capitalismo industrial que diseccionó y cuyo inminente derrumbe anunció en vano. Al fin ahora podemos decir, parafraseando a Umberto Eco, que la herencia de Marx es una “obra abierta” en todo su esplendor, pues se ha deshecho de la camisa de fuerza que por tanto tiempo le habían impuesto la ceguera ideológica y el dogmatismo. No hay que temer al “revisionismo”, ese sambenito que, en la jerigonza de los abominables “ortodoxos”, devotos de un marxismo puro y sin mácula, era sinónimo absoluto de herejía y pecado. Tengamos presente que hoy por hoy filósofos, sociólogos y demás pensadores contemporáneos combinan el marxismo con otras corrientes de pensamiento, por lo demás, exitosamente. Verbigracia, Pierre Bourdieu unió a Marx con Weber; la tríada de Slavoj Žižek está conformada por Lacan, Marx y Hegel; Erik Olin Wright concilió el pensamiento de Marx con la teoría de la elección racional, dando lugar al marxismo analítico; Jean Baudrillard y Fredric Jameson han articulado marxismo y posmodernidad… Se trata pues de actualizar las tesis de Marx, liberándolas de la obsolescencia y el anquilosamiento.
En el Perú, el ideario de José Carlos Mariátegui ha soportado también saqueos, distorsiones y vulgarizaciones, ora de izquierdistas, ora de indigenistas. Cada bando intentó (en balde) asimilarlo a su respectiva chatura. Algunos “ortodoxos” (entre ellos, José Lora Cam[40] y Abimael Guzmán[41]) se atrevieron a insinuar que el único mérito del Amauta consistía en haber aplicado “correctamente” el “marxismo-leninismo” a la realidad peruana. Tanto peor, sostuvieron incluso que no se podía hablar de “mariateguismo” porque Mariátegui, fiel ejecutor de la fórmula, no había aportado nada nuevo, como sí lo habían hecho, por ejemplo, Lenin o Mao (luego, era legítimo decir “leninismo” o “maoísmo”). Otros, como José Sotomayor[42], pusieron en duda el presunto “marxismo-leninismo” del autor de “7 ensayos”, arguyendo que su formación socialista se hallaba en ciernes y que, al contrario, estaba “deformada” gracias a la perniciosa influencia de Sorel, Trotsky, Nietzsche, Bergson, Freud, el populismo, etc. Por otro lado, los indigenistas siempre enarbolaron a su favor el “indigenismo” del Amauta, hecho incoherente, puesto que --siguiendo a Juan Carlos Valdivia-- “…el indigenismo de Mariátegui no niega el mestizaje, como el de algunos indigenistas actuales; sino que lo reconoce, lo acepta y lo afirma con toda contundencia y claridad”[43]. Valdivia presenta al Amauta en toda su grandeza, a leguas de los trillados encasillamientos, pues su intención es evocar no un Mariátegui más, sino un Mariátegui menos: “…el Mariátegui estereotipado, el ideólogo marxista leninista que nunca existió”[44]. Estamos, sin duda, ante una mentalidad (la del Amauta) lúcida, abierta, heterodoxa y, sobre todo, original.
8) Cuentos chinos y otras ironías: El problema cardinal que aflige a los países del Tercer Mundo es, con toda seguridad, la pobreza. Las divergencias se desatan cuando se trata de señalar a los culpables y, por supuesto, prescribir la cura. El remedio más popular entre nosotros (y también el más funesto) es, qué duda cabe, el que predican los “perfectos idiotas” --izquierdistas “carnívoros”, indigenistas, nacionalistas, populistas, etc.-- , a saber: “…cerrarles la puerta a las multinacionales que supuestamente explotan en beneficio propio nuestras riquezas; nacionalizar en vez de privatizar; impugnar la globalización y los tratados de libre comercio con Estados Unidos y con Europa y buscar a través de un Estado altamente intervencionista y regulador una mejor distribución de la riqueza, considerando que esta última, en manos del sector privado dueño de industrias y comercios, es obtenida mediante la explotación de los más pobres, etc., etc.” (Apuleyo et al.[45]). Los improperios lanzados contra el capitalismo, el imperialismo, el neoliberalismo y/o el libre mercado son de nunca acabar. Explotación, dependencia, colonialismo, miseria, subdesarrollo, desempleo, atraso, saqueo, hambre…son, para el personaje de marras, consecuencias imputables por naturaleza a dicho sistema. De suerte que la pobreza y la riqueza se explicarían mutuamente, serían las dos caras de la misma moneda, la miseria del Tercer Mundo (periferia) sería fruto de la prosperidad del Primer Mundo (centro). Huelga decir que estos dislates corresponden a corrientes obsoletas y desacreditadas por la realidad, como la teoría de la dependencia o el consabido tercermundismo.
Solamente aquellos que, merced a prejuicios ideológicos, conservan intactas las vendas en los ojos, pueden corear igual que antaño sus obsesiones y resentimientos anticapitalistas. Hoy, tras el colapso de los regímenes socialistas, el único proceder cuerdo y sensato consiste en aceptar con hidalguía la victoria (por qué no definitiva) del capitalismo. No tenemos a la vista otra vía que se le compare, por lo menos en seriedad, para salir de la pobreza. Basta echar un vistazo a lo que ocurre en otras latitudes para comprobar hasta la saciedad dicho aserto. Veamos sólo dos botones de muestra (los hay por decenas): los extraordinarios casos de China e India. Los líderes comunistas de la República Popular China han mandado a la porra la teoría de la dependencia y, gracias a su “apertura económica” dentro del socialismo, protagonizan junto al otrora pueblo de Mao una revolución capitalista sin precedentes en la historia humana. Así pues, China --según Andrés Oppenheimer-- “…se ha convertido del comunismo al consumismo”[46]. Por otro lado, el exitoso despegue económico, científico y tecnológico de la India, gracias a la adopción del modelo capitalista, es igualmente asombroso. “Chindia” es el sugestivo término acuñado por Pete Engardio[47] para designar este doble fenómeno que está revolucionando el mundo de los negocios. China e India se han transformado en poco tiempo en las dos superpotencias económicas más promisorias del planeta. Los entendidos aseguran que ambas repúblicas se disputarán la supremacía económica en el presente siglo, dejando atrás a EE. UU. (Engardio estima incluso que “India está destinada a superar a China”[48].)
En el año 2000, Hernando de Soto[49] constataba no sin cierto pesimismo que para los países del Tercer Mundo el capitalismo estaba en crisis. “Lo que falta --sostenía-- son los sistemas de propiedad legalmente integrados que puedan convertir el trabajo y los ahorros de las personas en capital”[50]. En los últimos lustros se ha hecho un lugar común, al menos en América Latina, pregonar a los cuatro vientos el fracaso del modelo neoliberal. Por consiguiente, no pocos economistas, políticos y científicos sociales se han preguntado, a la par con De Soto, “por qué el capitalismo triunfa en occidente y fracasa en el resto del mundo”. Para los izquierdistas ortodoxos el gran culpable de nuestra miseria, el proveedor de iniquidades por excelencia, es el actual sistema. Su derrota en esta parte del continente sería el síntoma de su absoluta inviabilidad, ergo, habría que desterrarlo e implantar modelos de desarrollo más humanos, si no adefesios colectivistas. En su ofuscamiento ideológico no quieren advertir que el subdesarrollo de los países latinoamericanos no es, ni mucho menos, endosable al capitalismo, sino que, al revés, se debe a una aplicación incoherente e insuficiente del mismo. Porque, a decir verdad, las sociedades donde el sistema fue adoptado congruentemente accedieron ya al Primer Mundo o están camino a lograrlo (v. gr., España y los emergentes europeos, Chile y Brasil), mas no así las restantes que, lejos de aprovechar estas ricas experiencias, implementaron más bien recetas estatistas y populistas. En el Perú, por ejemplo, se aplicó por muchos años el mercantilismo, una perniciosa herencia de la tradición española.
En el siglo XXI --dice Oppenheimer-- hay dos tipos de países: los “captacapitales” y los “espantacapitales”, poco o nada importa la ideología de sus respectivos gobiernos, da igual que sean comunistas, socialistas, progresistas, capitalistas o supercapitalistas. El argumento del autor de “Cuentos Chinos” es contundente:“América Latina tiene dos caminos: el de atraer más inversiones y exportar productos de mayor valor agregado, como lo están haciendo China, India, Chile, Irlanda, Polonia, la República Checa, Letonia y todos los demás países que están creciendo y reduciendo la pobreza, o el de caer en el engaño populista de los capitanes del micrófono que --como Chávez y Castro-- culpan a otros por la pobreza en sus países para justificar sus propios desaciertos y perpetuarse en el poder. La elección es fácil, salvo para los que viven con anteojeras y no quieren ver la realidad: en el mundo hay docenas de países que están reduciendo la pobreza a pasos agigantados aprovechando la globalización, mientras que no existe un solo ejemplo de una nación que esté reduciendo la pobreza ahuyentando el capital y dando golpes en la mesa”[51]. Así pues, tenemos que subirnos sí o sí al carro ganador. Los héroes y herejes “antisistema” que se lancen contra él serán forzosamente atropellados merced a su imprudencia temeraria. No podemos darnos el lujo de ir contra la corriente. Tengamos en cuenta que el capitalismo es un sistema rebosante de salud. Nadie pretende que sea un paraíso terrenal. No lo es, ya que sus contradicciones internas saltan a la vista; pero éstas, a despecho de los marxistas, no son antagónicas. Sus crisis periódicas no provocaron hasta ahora su colapso total y definitivo. Su presunta etapa final o agónica[52] existe únicamente en la imaginación delirante de sus detractores. Al parecer, el capitalismo llegó para quedarse.
Epílogo: Voy a rebatir con antelación algunas probables objeciones a mi trabajo, éstas podrían ser: 1) Que soy un simple repetidor de lugares comunes y bobadas derechistas; 2) Que mi cultura es “libresca” y no vital; 3) Que soy un alienado cultural, negador del componente andino de mi identidad. He aquí mi respuesta: Ad 1) Efectivamente, los autores que cité a mi favor --Jean François Revel, Francis Fukuyama, Andrés Oppenheimer, Plinio Apuleyo, Carlos Alberto Montaner, Álvaro Vargas Llosa, Juan Carlos Valdivia, etc.-- son liberales (soslayando los matices). Sus planteamientos pueden ser hasta triviales; pero, a diferencia de las mil y una idioteces de la izquierda, están respaldados de cabo a rabo por la realidad, ergo, no son boberías. Ad 2) Mario Vargas Llosa pone en boca del “perfecto idiota” esta declaración: “Lo que sé lo aprendí en la vida, no en los libros, y por eso mi cultura no es libresca sino vital”[53]. Una manera petulante de justificar la ignorancia. Es un honor para mí ser “libresco”. Si hay algo que me causa pesar es no serlo en mayor grado. No es nada fácil explorar el pensamiento ajeno. Suscribo del principio al fin la afirmación de Lucien Sfez: “Mi obra no tiene nada original. Está hecha de robos u operaciones de rapiña”[54]. Ad 3) Que no me haya amoldado pasivamente al estereotipo propugnado por el indigenismo no significa, ni mucho menos, que sea un alienado. No caeré en la trampa de la falsa identidad. Sé que en mis genes prevalece el componente andino; pero no soy un indio “puro”, soy más bien mestizo. Huelga decir que uno de los polos de mi identidad es indefectiblemente occidental. Por supuesto que debemos valorar nuestra cultura andina y, con más razón, nuestro pasado precolombino, pero desechando posibles rencores, revanchismos o resentimientos. El victimismo es una tara abyecta que debemos superar de una vez para siempre.
Notas bibliográficas
[1] El regreso del idiota (Mondadori, Bogotá, 2007), p. 109.
[2] La voluntad de crear (Método e intuición en Mariátegui) (Akuarella, Arequipa, s/f), p. 66.
[3] Véase Josef Estermann, Filosofía andina. Sabiduría indígena para un mundo nuevo (ISEAT, La Paz, 2006). Cfr. Yudio Cruz, «El runa/jaqi “filósofo” y su Hermes gringo (Notas marginales a “Filosofía andina” de Estermann) », In-humanidades. Boletín de literatura y otras irreverencias, Año 1, Nº 2, Puno, 2009.
[4] Véase Fabián Vallas, «El fundamentalismo indigenista», El Peruano, 17/06/2005.
[5] 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (Amauta, Lima, 2000), p. 12.
[6] El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (Paidós, Barcelona, 1997).
[7] El fin de la historia y el último hombre (Doubleday, USA, 2000).
[8] Vallas, Ob.cit.
[9] Manuel Burga y Alberto Flores Galindo, «La utopía andina», Allpanchis, Vol. XVII, Nº 20, Cusco, 1982.
[10] La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (FCE, México D. F., 1996).
[11] Ruta cultural del Perú (Universo, Lima, 1973).
[12] Formas que preceden a la producción capitalista (Ed. Lima, Lima, s/f).
[13] Los modos de producción en el imperio de los incas (Amaru, Lima, 1989).
[14] Breve historia económico-social del Perú. Parte I: De la economía autónoma a la dependencia colonial (Jatunruna, Lima, 1981).
[15] La destrucción del imperio de los incas. La rivalidad política y señorial de los curacazgos andinos (Amaru, Lima, 1986), p. 196.
[16] «Demonios y degolladores: el discurso de los colonizados», Márgenes. Encuentro y debate, Año III, Nº 5-6, Lima, 1989, p. 126.
[17] La destrucción del imperio de los incas, p. 197.
[18] Enciclopedia temática del Perú (Trome). Tomo 8: Sociedad (El Comercio, Lima, 2006), p. 9.
[19] Véase Julio Rodríguez, «Indigenismo y “socialismo del siglo XX”», Ojo de saurio. Cultura y otras rarezas, Año 1, Nº 2, Puno, 2006.
[20] Citado en Carlos Iván Degregori, Qué difícil es ser Dios. Ideología y violencia política en Sendero Luminoso (El zorro de abajo, Perú, 1989), p. 21.
[21] Ibíd., p. 15.
[22] Véase Gustavo Gorriti, Sendero. Historia de la guerra milenaria en el Perú I (Apoyo, Lima, 1990).
[23] Manual del perfecto idiota latinoamericano (Plaza & Janés, Barcelona, 1996).
[24] Ibíd., p. 11.
[25] Plinio Apuleyo et. al., El regreso del idiota, p. 16.
[26] El sueño de Bolívar. El desafío de las izquierdas sudamericanas (Paidós, Barcelona, 2008).
[27] Manual del perfecto idiota latinoamericano, p. 65.
[28] La obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias (Urano, Barcelona, 2003).
[29] Véase también Robert Kagan, Poder y debilidad. Europa y Estados Unidos en el nuevo orden mundial (Taurus, Madrid, 2003).
[30] Ob.cit., p. 67.
[31] Véase « ¿Fracaso de las ideologías? o reafirmación nacionalista», En: Manuel Góngora (comp.), Pensamiento filosófico en el Perú (UNMSM, Lima, 1994).
[32] Véase El marxismo y la perestroika (Moshera, Lima, 1990).
[33] Véase Colapso y redención del socialismo (Ed. Universitaria, Cochabamba, 1994).
[34] Cinco tesis filosóficas (Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1975).
[35] El Estado megalómano (La Grâce l'État) (Planeta, Barcelona, 1982), p. 179.
[36] Ob.cit., p. 51.
[37] Ni con Marx ni contra Marx (FCE, México D. F., 1999).
[38] Ibíd., p. 251.
[39] Véase Las tres fuentes y las tres partes integrantes del marxismo (Polémica, Lima, 1973).
[40] La concepción del mundo de José Carlos Mariátegui (Janis, México D. F., 1988).
[41] Para entender Mariátegui (Conferencia dictada en 1968 en la Universidad San Cristóbal de Huamanga).
[42] Mariátegui y el marxismo (s/e, Lima, 2003).
[43] Ob.cit., p. 58.
[44] Ibíd., p. 25.
[45] El regreso del idiota, p. 269.
[46] Cuentos chinos. El engaño de Washington, la mentira populista y la esperanza de América Latina (Sudamericana, Buenos Aires, 2006), p. 50.
[47] Chindia. Cómo China e India están revolucionando los negocios globales (Mc Graw-Hill, México D. F., 2008).
[48] Ibíd., p. 27.
[49] El misterio del capital. Por qué el capitalismo triunfa en occidente y fracasa en el resto del mundo (El Comercio, Lima, 2000).
[50] Ibíd., p. 251.
[51] Ob.cit., p. 327.
[52] Véase V. I. Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo (Ediciones en Lenguas Extranjeras, Beijing, 1991).
[53] Manual del perfecto idiota latinoamericano, p. 11.
[54] Citado en Valdivia, Ob.cit., p. 79.

jueves, 5 de noviembre de 2009

El runa/jaqi “filósofo” y su Hermes gringo (Notas marginales a “Filosofía andina” de Estermann)


La hazaña sin par de Josef Estermann consiste en haber inventado un runa/jaqi “filósofo”. En efecto, el dadivoso doctor de origen suizo dio a luz “Filosofía andina. Sabiduría indígena para un mundo nuevo” (2006) (1), un libro totalizador, pretencioso --como todos los que defienden ese tema (aunque menos inconsistente)-- y a lo mejor fundacional. A indigenistas y “originarios”, empeñados en demostrar sin mayor éxito la existencia de una “filosofía andina”, el texto les cayó como anillo al dedo. Sus ideas fundamentales y argumentos fueron esgrimidos a diestra y siniestra, poco importó que su autor fuese un europeo.

No me propongo aquí discutir en detalle las tesis de Estermann, empero, algo diré. Hay que contextualizar su libro --que ya es un clásico-- en el debate (de larga data) sobre la posibilidad de una “filosofía andina” (y, por extensión, de una “filosofía precolombina”) (2). Un digno antecedente de la obra de marras sería “La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes” (1956) de Miguel León-Portilla. Huelga decir que para León-Portilla sí hubo una “filosofía náhuatl”. David Sobrevilla ha desvirtuado esta pretensión, aduciendo que, en sentido estricto --es decir, como una orientación racional, universal, conceptual y argumentativa--, “la filosofía es un producto griego y occidental” (Sobrevilla 1999, 13) (3). Lo que hubo entre los nahuas, sostiene, fue una cosmovisión mítico-religiosa, mas no así un pensamiento filosófico. Obviamente, esta conclusión vale también para los incas. (Carece de interés preguntarse si existió filosofía en sentido amplio (4), porque ésta ha tenido lugar en casi todos los pueblos).
La intención de Estermann (2006, 7) es, al contrario, “rescatar el pensamiento de los pueblos andinos como auténtica filosofía”, tarea que emprende a partir del enfoque intercultural. Su primer afán consiste en echar abajo la definición de la filosofía “en sentido estricto”, según él, un procedimiento monocultural, eurocéntrico y, por ende, falaz. “¿Podemos realmente pensar que una sola cultura (la occidental) lograra acaparar y cooptar en forma exclusiva un fenómeno tan esencialmente humano como es la «filosofía» (y no solamente «en sentido amplio»)?”, se pregunta Estermann (Ibíd. 23). Entonces, la definición “en sentido estricto” correspondería a una concepción super-cultural (a fin de cuentas ideológica) de la filosofía. Esta definición no tendría por qué imponerse a toda la humanidad, ya que la filosofía occidental sería apenas una de las tantísimas expresiones filosóficas existentes en el tiempo y en el espacio. Para Estermann toda expresión filosófica posee una connotación cultural específica, así cada cultura debe determinar con autonomía lo que es “filosofía” y someter luego el producto al diálogo (polílogo) intercultural, sólo entonces se podrá definir la “filosofía”.
Según Estermann, la “filosofía andina” es un pensamiento racional implícito en el poblador de los Andes. Hay que hacer una excavación para descubrir esa riqueza filosófica escondida. Reconocer que existe “filosofía andina” sería un imperioso acto de justicia: se trataría de dar voz y expresión a los pueblos indígenas, largo tiempo acallados por Occidente. El doctor suizo anhela ser para ellos --los nativos de Abya Yala-- un Hermes, es decir, su intérprete y su portavoz. Para él dicha “filosofía” está constituida, en sentido básico, por la experiencia vivencial del hombre andino y sus interpretaciones implícitas del cosmos y, secundariamente, por la reflexión sistemática y metódica en torno a esta experiencia. Dice Estermann: “…el verdadero sujeto filosófico es el runa/jaqi anónimo y colectivo, el ser humano andino con su herencia vivencial colectiva e inconsciente, la gran comunidad de seres humanos, relacionados en el tiempo y en el espacio por una experiencia e interpretación comunes” (Ibíd. 87). En el libro se desarrolla, punto por punto, el contenido de la pretendida “filosofía andina”: la racionalidad andina, la lógica andina (y sus archisabidos principios de relacionalidad, correspondencia, complementariedad y reciprocidad), la pachasofía, la runasofía, etc.
“Filosofía andina” ha recibido varias críticas (5), entre ellas la de Mario Mejía Huamán. Respecto a la controvertida existencia de una “filosofía inca”, la opinión de dicho autor es similar a la de Sobrevilla: “No hay nada a lo cual pueda llamarse específicamente Filosofía inka, porque el saber o conocimiento que tuvieron los pueblos andinos precolombinos no se ajusta al saber crítico, racional, teorético y trascendental que exige la filosofía. En todo caso, podemos llamarle pensamiento prefilosófico o cosmovisión ancestral, pero no filosófico, por carecer de las características antes señaladas y por no ser teorético, sino, más bien, mítico” (Mejía 2005, 76-77). Refiriéndose al libro en cuestión, Mejía Huamán dice que allí uno se encuentra no con la filosofía elaborada por el hombre andino sino con las conjeturas filosóficas de Estermann sobre aquél y su cultura. Para él, es un favor barato que nos quieran hacer creer que cualquier cosa es filosofía y que todos somos filósofos. Los andinos haremos filosofía --dice-- en el momento propicio (por necesidad y no con el fin de entablar diálogos o discusiones con Occidente), no requerimos concesiones de los filósofos interculturalistas. “El autor [Estermann] concibe la filosofía como un saber irracional, sustentado en el mito y la tradición andinas; nosotros proponemos una filosofía fruto de un discurso racional, en que la filosofía sea una superación de la explicación mítica”, concluye Mejía Huamán (Ibíd. 104) (6).
Talvez haya que agradecer a Estermann su gesto de caridad cristiana para con nosotros. Sin embargo, a (justo) título de nativo de los Andes, debo manifestar (¿confesar?) que su libro, donde --se supone-- debería hallar mi “pensamiento filosófico”, me es tan ajeno --a excepción de sus ilustraciones y algunos vocablos aimaras-- como cualquier otro, escrito por autor occidental. Lo leí cual si se tratara de una novela rusa o una investigación etnográfica referente a un pueblo africano. Lo siento, doctor Estermann, pero, mientras hojeaba su texto, ni siquiera me percaté de que era mi voz --dizque traducida por un Hermes gringo-- la que bullía en sus páginas. Me dirá que soy un alienado cultural, que mi pensamiento es anatópico, que soy una víctima del colonialismo mental…(7) ¡Bah! Algunos autores occidentales, como Estermann, se empecinan en recordarnos a cada rato que somos diferentes, que tenemos derechos a serlo, es decir, que no somos como ellos, que no podemos serlo, porque a fin de cuentas somos tan sólo “originarios” de Abya Yala y así nos debemos quedar (8). Hasta escriben laboriosos mamotretos para demostrarlo. Son cazadores de exotismos arcaicos. Buscan entre nosotros rarezas que no hallan entre los suyos. Tanto peor, si no las encuentran aquí, las reemplazan por ilusiones y alucinaciones (de su cosecha).
Pareciera que ciertos intelectuales europeos fingen identificarse con nosotros únicamente para reafirmar su occidentalidad y, de paso, negárnosla, una mezquindad imperdonable. Que tengamos raíces quechuas o aimaras no debe hacernos olvidar que, gracias a un suceso remoto denominado Conquista, todos somos mestizos (9), en tal caso, mal que le pese a quienquiera, nuestro abolengo es, aunque sea en grado ínfimo, también hispánico. En consecuencia, es un despropósito garrafal pretender que la tradición andina constituya el pilar excluyente de nuestra identidad. Los hispanófobos, eternos machacones de la leyenda negra, argüirán que nuestra cultura nada tiene que ver con España, la nación que nos sojuzgó de la manera más cruel, y que no se puede hablar de mestizaje, tampoco del encuentro de dos mundos, sino de una afrentosa violación. Empero, si de violación se trata, “¿no estamos tan cerca del violador como de la víctima?, ¿por qué el artículo (“los”) para los españoles, y el posesivo (“nuestras”) para las bellas ñustas?” (Valdivia s/f, 66). Querámoslo o no, desde el Descubrimiento fuimos anexados a la civilización occidental, es decir, nuestro mundo, antaño limitado a un fragmento de América, tiene ahora un alcance planetario: así no les guste a “originarios” y europeos, pertenecemos a Occidente. Ésa es la realidad que debemos aceptar no con resignación sino con orgullo.
No quisiera extenderme más, pero soy consciente del riesgo que implicaría no opinar sobre los ejes de “Filosofía andina”. A lo dicho por Sobrevilla y Mejía Huamán, agregaría que la pretensión andina de ostentar una “filosofía” propia es un desvarío occidental. En la remota posibilidad de que Europa no “nos” hubiese invadido, colonizado y occidentalizado, esta inquietud jamás habría despertado, es decir, la controversia en torno a la posibilidad de una “filosofía andina” no se habría barruntado siquiera; peor aún, se ignoraría rotundamente la existencia misma de la filosofía. Entre nosotros, el debate sólo es posible cuando nos reconocemos como andinos (“nosotros”) --los dominados-- para hacer frente a los occidentales (los “otros”) --los dominadores--, cayendo así en la trampa de la falsa identidad. Queremos ilusamente diferenciarnos, ser distintos, ampararnos en la “excepción”, sin percibir que al apartarnos de la “regla general” la estamos confirmando y legitimando. Es decir, al pretender sustraernos de Occidente, actuamos sin quererlo en función a él, nos movemos dentro de su marco, por ende, mal de nuestro grado, no podemos zafarnos de su sistema de “dominación”.
Nos reputamos andinos hasta los tuétanos, decimos que nuestra cultura es superior a la occidental; no obstante, estamos pendientes de “ellos”, insistimos en hacer comparaciones como si no estuviésemos convencidos de nuestra supuesta ventaja (en el fondo, no lo estamos). Así pues, si los “otros” ostentan su propia filosofía, un emblema de supremacía y prestigio, nosotros también queremos poseer algo semejante. La codicia del bien ajeno (que no lo es tanto) nos impulsa en pos de sucedáneos y consuelos. Los resultados de la busca son francamente ridículos. Llamar “filosofía andina” a un revoltijo de creencias, tradiciones, costumbres, ritos, mitos y supersticiones, es una chanza digna de cómico ambulante. Si nuestra “filosofía” --o lo que tomamos por tal-- es diametralmente distinta, si no opuesta, a la de Occidente, ¿por qué nos obstinamos en denominarla precisamente “filosofía”? ¿Habrá por casualidad en nuestras lenguas nativas un término equivalente? Al demandar la posesión de una “filosofía” particular, insisto, estamos admitiendo de manera tácita que no tenerla es un signo de inferioridad (10), ergo, si los occidentales ostentan la suya, son superiores. Su patrimonio es nuestra pauta. Codiciamos la divisa de su poder. Así presumamos de andinos legítimos, en el fondo, queremos ser como “ellos”. Nuestra obsesión nos delata.
Negarse a reconocer que la filosofía (a secas) es un producto griego y occidental es una actitud necia y mezquina. Confrontarla con otras seudofilosofías, perpetradas con el único fin de ningunearla, minimizarla, subestimarla o despreciarla, es indicio de resentimiento. ¿No es acaso grotesco decir que la filosofía occidental es apenas una de las tantísimas que hay en el mundo? ¿Cómo reaccionaríamos si los europeos, alegando mentirosamente que la vicuña es un patrimonio de la humanidad, pretendieran tener la suya y se empecinaran en llamar “vicuña” a un osito de peluche? Que un doctor suizo nos haga creer que basta un mamarracho dizque filosófico (esto es, un sancochado de creencias, supersticiones, mitos, ritos, tradiciones, costumbres y demás supercherías) para dialogar o debatir con la filosofía de Occidente, es un despropósito mayor todavía. Es como si un pérfido estratega nos aconsejara acudir a la Tercera Guerra Mundial blandiendo arcos, flechas, hondas, piedras y cachiporras (si no nuestros puños), sabiendo perfectamente que enfrentaremos a un enemigo provisto de bombas atómicas, sofisticados misiles y armas bacteriológicas.
Si hay algo que debemos resaltar en “Filosofía andina”, es su valor no ya etnológico sino histórico, pues su objeto de estudio es una sociedad en franco proceso de extinción (si no desaparecida). Estoy seguro que más de un indigenista u “originario” leyó el texto no sin experimentar nostalgia. Desechemos la táctica del avestruz, mal que nos pese, “…lo innegable es que aquella sociedad andina tradicional, comunitaria, mágico-religiosa, quechuahablante, conservadora de los valores colectivistas y las costumbres atávicas, que alimentó la ficción ideológica y literaria indigenista, ya no existe. Y también que no volverá a rehacerse, no importa cuántos cambios políticos se sucedan en los años venideros” (Vargas Llosa 1996, 335). Por otro lado, quiero aclarar que no es mi intención descartar (ni escarnecer) gratuitamente el pensamiento andino --tampoco el prehispánico--; al contario, pienso, a la par con Sobrevilla, que debemos estudiarlo, investigarlo y valorarlo, pero en su real dimensión, es decir, sin asignarle de modo arbitrario el nombre de filosofía (11). De igual forma, suscribo en parte la opinión de Mejía Huamán respecto a la necesidad de elaborar una “filosofía andina” --aunque, a decir verdad, preferiría denominarla “peruana”--; empero, ésta deberá ser producto de una reflexión racional (y no un amasijo de mitos y tradiciones), tal como lo indica dicho autor. Al asumir esta empresa, debemos repeler con determinación cualquier asomo de purismo cultural. Recordemos que uno de los polos de nuestra identidad es indefectiblemente occidental (12).
Finalmente, debo admitir que el libro de Estermann es el menos inconsistente de todos los --referentes a “filosofía andina”-- que leí hasta el momento. Los que se publicaron con anterioridad pecan de prejuiciosos y emotivos, mientras que los recientes --sobre todo folletos y panfletos-- se limitan a repetir, con inferior brillo, las tesis y argumentos del doctor suizo (a excepción de unos cuantos). La ventaja del autor estriba en su sólida e indiscutible formación filosófica (“occidental”) --que, por cierto, me provoca envidia--, privilegio negado a la inmensa mayoría de sus colegas, seguidores, plagiarios y (¡ay!) detractores (me incluyo).
Notas
1) La primera edición de la obra, publicada en 1998 por la editorial Abya Yala de Ecuador, lleva por subtítulo “Estudio intercultural de la sabiduría autóctona andina”. En la segunda edición, que criticaré a continuación, Estermann añade la perspectiva aimara.
2) Para Estermann, la “filosofía incaica” tendría un valor histórico, mientras que la “filosofía andina” haría referencia a la vivencia actual del poblador andino. En la medida en que siga vigente, la primera sería parte de la segunda.
3) Es decir, la filosofía “…surge como algo homogéneo a la cultura occidental” (Ibíd. 75). Para referirse “…a las que se despliegan en el seno de culturas a las que no pertenecían originalmente como un elemento propio, sino que han llegado a ellas en un comienzo como una actividad importada” (Ibíd. 76) --tal es la situación de las que se producen en América Latina, África y Japón--, Sobrevilla habla de “filosofías heterogéneas”. Por otro lado, el autor advierte que los estudios sobre el pensamiento inca no deben ser confundidos con los que se efectúan sobre el pensamiento andino (quechua o aimara).
4) “En un sentido amplio la filosofía concierne a las grandes preguntas que la humanidad se ha formulado, y se ha practicado de hecho en casi todos los pueblos”, afirma Sobrevilla (Ibíd. 19).
5) Por ejemplo, Raymundo Casas (en Varios 2005), al enjuiciar la racionalidad andina planteada por Estermann, ha hecho notar algunas incongruencias en el análisis interlingüístico --del quechua y los idiomas europeos-- que éste lleva acabo a fin de contrastar las racionalidades de Andes y Occidente.
Navegando en la web, me enteré que en el quinto número de la Revista de Filosofía "Sophia" (Universidad Católica del Ecuador, Facultad de Filosofía, 2008), David Sobrevilla publicó un trabajo titulado “La filosofía andina de Josef Estermann”. Lamentablemente no pude leerlo, ya que la página (http://www.revistasophia.com/) exhibe, a manera de publicidad, apenas un fragmento de él (huelga decir que tampoco me fue posible adquirir la revista).
6) A la par con Sobrevilla, Mejía Huamán también distingue dos sentidos en el empleo de la palabra filosofía: “Ya manifestamos que nos ocupamos de la filosofía en sentido estricto y no en sentido lato, que entienden por ejemplo, Estermann, Escanonne, o Fornet-Betancourt” (Ibíd. 95).
7) En “Si el Sur fuera el Norte. Chakanas interculturales entre Andes y Occidente” (2008), una compilación de ensayos y artículos sobre filosofía y teología andinas, Estermann se ocupa ampliamente del “anatopismo como alienación cultural”.
8) En su artículo titulado “Ser como ellos”, Eduardo Galeano (1997, 118) dice: “El american way of life, fundado en el privilegio del despilfarro, sólo puede ser practicado por las minorías dominantes de los países dominados. Su implantación masiva implicaría el suicidio colectivo de la humanidad”. Para él, en realidad, no podemos ser como ellos --los del Primer Mundo--, pretenderlo sería una locura.
9) Soy conciente del tremendo error que supone reducir el mestizaje al producto de la unión de españoles con nativas del Tahuantinsuyo. En el Perú (y en el mundo) se han “mezclado”, desde antaño, múltiples y diversas culturas, en consecuencia, casi todos los que habitamos este país --y este planeta-- somos mestizos (o, si se quiere, híbridos).
10) Al respecto, Zenón Depaz afirma lo siguiente: “La ‘Filosofía’ es un tipo específico de sabiduría: pretende dar cuenta del mundo y la vida de manera discursiva --argumentativa-- y sobre bases estrictamente racionales. Aquella pretensión sólo tomó cuerpo entre los griegos, se alimentó del pantextualismo judaico y dio cuerpo a la tradición occidental. En los intentos de justificar una ‘filosofía’ prehispánica, creo percibir un complejo de inferioridad frente a aquel tipo de saber, como si la condición para que la sabiduría tenga valor sea el alcanzar fundamentación racional” (en Varios 2005, 59). Depaz discrepa con Estermann cuando éste amplía el campo semántico de la filosofía con el objeto de ‘elevar’ el saber andino a esa categoría; no obstante, dice que “Filosofía andina” es, hasta el momento, la obra de mayor alcance entre sus pares.
11) Por ejemplo, un estudio plausible en torno al saber andino es el que efectuó, si bien de manera preliminar, Zenón Depaz, quien al ocuparse de la racionalidad andina, prefiere hablar de “horizontes de sentido” (lógicas). Su intención es reconstruir y valorar los que constituyen el mundo andino (narrativa mítica), en contraste con los del mundo occidental (discurso o saber argumentativo). Su trabajo --merecedor de un comentario aparte, que no puedo hacer aquí-- reivindica la naturaleza subyacente y trascendente del mito --caracterizado como lo opaco, inconmensurable e irracional--, un elemento fundante de cualquier horizonte de sentido, “…ubicado antes del discurso, en el centro del discurso y fuera de él” (Ibíd. 48).
12) Para David Sobrevilla debemos desarrollar, más bien, una filosofía nacional. Ésta debe articularse con una filosofía latinoamericana, también en proceso de desarrollo, cuyas tareas son: “1º apropiarse del pensamiento filosófico occidental, es decir convertir en propio lo que es originalmente ajeno. 2º Someter a crítica la filosofía occidental pasada y presente, luego de haber adquirido una gran familiaridad con ella. Y 3º replantear los problemas filosóficos y reconstruir el pensamiento filosófico teniendo en cuenta los más altos estándares del saber, pero al mismo tiempo desde nuestra situación peculiar y a partir de nuestras necesidades concretas” (Sobrevilla 1988, xiii). En otros términos, si queremos elaborar una filosofía --latinoamericana y nacional-- auténtica, no podemos prescindir de Occidente.
Bibliografía
- Estermann, Josef (2006). Filosofía andina. Sabiduría indígena para un mundo nuevo. La Paz: Instituto Superior Ecuménico Andino de Teología.
- Estermann, Josef (2008). Si el Sur fuera el Norte. Chakanas interculturales entre Andes y Occidente. La Paz: Instituto Superior Ecuménico Andino de Teología.
- Galeano, Eduardo (1997). Ser como ellos y otros artículos. Santafé de Bogotá: Tercer Mundo.
- Mejía Huamán, Mario (2005). Hacia una filosofía andina. Doce ensayos sobre el componente andino de nuestro pensamiento. Lima: Edición computarizada.
- Sobrevilla, David (1988). Repensando la tradición nacional I. Estudios sobre la filosofía reciente en el Perú. Vol. 1. Lima: Hipatia.
- Sobrevilla, David (1996). La filosofía contemporánea en el Perú. Estudios, reseñas y notas sobre su desarrollo y situación actual. Lima: Carlos Matta editor.
- Sobrevilla, David (1999). Repensando la tradición de nuestra América. Estudios sobre la filosofía en América Latina. Lima: Banco Central de Reserva del Perú.
- Valdivia Cano, Juan Carlos (s/f). La voluntad de crear. (Método e intuición en Mariátegui). Arequipa: Akuarella.
- Vargas Llosa, Mario (1996). La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.
- Varios (2005). La racionalidad andina. Lima: Mantaro.

jueves, 16 de julio de 2009

EN EL NOMBRE DE OQUENDO: POESÍA DE LA MISERIA Y/O MISERIA DE LA POESÍA

La influencia (real o supuesta) de Carlos Oquendo de Amat en la nuevas hornadas poéticas de Puno, lejos de ser un soporte consistente (como creen todavía algunos ilusos), se ha convertido hoy en un factor altamente empobrecedor que ha hecho de la poesía un juego torpe y mecánico, indigno del mismísimo Oquendo y compatible sólo con retardados y autómatas.
Se acabó la tregua. Las falsas concesiones y las lisonjas no serán más (pese a la tradición) criterios válidos a la hora de ponderar la calidad poética de los aspirantes al parnaso puneño. Esta máxima incluye también a las mujeres, beneficiarias habituales --no todas-- de esa caballerosidad masculina que, fundada la mayor parte de las veces en motivaciones extraliterarias, suele convencerlas de que son poetas, aunque sus propios textos (incluso las mismas autoras, en un rapto de lucidez) se encarguen luego de refutar esta hipérbole. Cuando se trata de opinar sobre trabajos poéticos germinales, nuestros comentaristas literarios --poetas, narradores, ensayistas, antólogos, etc.-- asumen las posturas más variopintas. Me ocuparé sólo de las extremas. Hay quienes, haciendo gala de apertura máxima o desidia sintomática, aprueban, elogian, prologan y presentan --a diestra y siniestra-- cualquier texto que aterrice en sus manos, no importa que la calidad del mismo sea ínfima. El favorecido no requiere desplegar sus dotes de persuasión (el padrinazgo será automático); es más, puede confiar en que su benefactor no lo olvidará cuando haga pública su nómina personal de nuevos poetas. Los hay también quienes reclaman para su generación el protagonismo exclusivo en la última gran eclosión de la lírica altiplánica (una hazaña imaginaria), culpando a los novísimos de ser los únicos responsables de la decadencia en la cual, según ellos, vegeta hoy la (otrora célebre) poesía puneña. Todos los novatos son malísimos y punto (premisa mayor), no se admite prueba en contrario. Tirios y troyanos son metidos por igual en el abominable saco.
En respuesta a este último despropósito, sostuve hace poco (Los Andes, 22/2/9) que la susodicha crisis venía de más atrás, justamente de las canteras de quienes tan alegremente la anunciaban. Sugerí cinco nuevos nombres de modo provisorio (un evidente arrebato fraternal) y caractericé a la nueva poesía puneña como oquendiana (en su discutida versión pura, es decir, no indigenista). Señalé además que este elemento era el puente entre las dos últimas generaciones. Ya nuestros comentaristas lo habían dicho antes: los jóvenes (y los no tan jóvenes) escribían de acuerdo al modelo oquendiano. Al cabo de algún tiempo lo volvieron a decir. Bueno, repitámoslo, esta vez en coro: santificado sea el nombre de nuestro máximo vanguardista… ¡Bah! Si hay alguna diferencia entre una foto y una caricatura malévola, entre la pintura de Miguel Ángel y un barullo surrealista de manchas y garabatos, entre un vulgar estribillo de amor y un poema, en fin, entre un monigote y un poeta, el asunto debería alarmarnos antes que entusiasmarnos.
En efecto, el supremo arquetipo de los poetas más jóvenes sigue siendo Oquendo (presunción relativa). Al principio, casi todos creímos (o quisimos creer) que esta suerte de monoteísmo poético era un saludable renacimiento de nuestra vanguardia y, testarudos, desoímos ciertas voces discordantes que ya hablaban de imitaciones burdas, incoherencias y facilismos. De estos tres cuestionamientos, el primero era inconsistente, toda vez que la influencia de Oquendo no podía ser objetada a priori. En cambio, las dos últimas no parecían tan infundadas, lo que las hacía desde ya molestosas como piedras en el zapato. Alguien, en el colmo de la audacia, observó que la incoherencia y el facilismo ya estaban ligeramente presentes en el mismísimo Oquendo. Una herejía impronunciable que nadie estaba dispuesto a escuchar, una inconcebible agresión al sentido común; sin embargo, en cuestiones de fe basta ser un descreído para lanzar la primera piedra. Es más, un tipo osado e irreverente no es forzosamente un embustero. ¿Acaso todos los versos de Oquendo comparten el mismo brillo? ¿Cómo recibiríamos, por ejemplo, a un oscuro hijo de vecino que de un momento al otro se apareciera con este manojo de versos: “En tu ventana/cuelgan enredaderas de los volantes de los automóviles”, “El perfume se volvió un árbol”, “Las cúpulas cantaron toda la mañana”, “Árboles plantados en los lagos cuyo fruto es una estrella”y así por el estilo? (¡Ups!...olvidé que toda obra literaria es un símbolo global). Nuestra reacción (la mía por lo menos) sería análoga a la de Clemente Palma frente a un lamentable soneto --El poeta a su amada-- de un tal C. A. V. que unos bellacos le remitieron anónimamente. Estrellarse contra un hijo de vecino no implica peligro (literario) alguno, pero (¡ay!) el asunto se complica hasta el infinito cuando el susodicho, gracias a los malabares omnipotentes de la crítica (entre otros factores), abandona su estado silvestre y se transforma en mito o leyenda.
Recapitulando: a) la poesía puneña del siglo naciente es oquendiana; b) sin embargo, pesan sobre ella dos cargos gravísimos: la incoherencia y el facilismo; c) Oquendo no está libre de sospecha. Insistir en la veracidad de (a) y (c) es, por el momento, una empresa inútil. Lo que me interesa es demostrar (b); no será difícil. Veamos. Dos son los boletines (medianamente atendibles) publicados por los más jóvenes en estos últimos meses: Cascada de fuego (cuyo primer número acaba de ser lanzado aparatosamente) y Oasis (que ya va por el segundo número). En ambos encontramos secciones dedicadas a promover trabajos líricos de la nueva generación. Los propulsores de Cascada gozan ya de cierto renombre (no todos) y son autónomos en su publicación. Los de Oasis, en cambio, son muchachos neófitos que todavía no pueden prescindir del socorro intelectual de los mayores para sostener su boletín. Nos bastará echar un vistazo aquí o allá para comprobar que la mayoría de los poemas son (o parecen), en mayor o menor grado, oquendianos. En Cascada destacan (mal que bien) Glinio Cruz, Vicente Ytusaca y Luis Alberto Incacutipa (¡viva el amiguismo!); en lo que a Oasis se refiere, no existe aún entre los promocionados alguien descollante (algunos todavía no entienden que la poesía es mucho más que declaración de amor o emoción cívico-patriótica).
Tomaré el poema “Ausencia” de un tal Enrique Beltrán (el menos malo entre los principiantes) para demostrar lo que arriba me propuse. Hecho curioso, el mencionado texto se publicó tanto en Cascada (Nº 1) como en Oasis (Nº 2). Aquí va: “La noche dibuja tus cabellos/ en el espejo/ y la luna se posa/ en tus sueños/ la lluvia vela tus latidos/ y el alba duerme en tus ojos/ un ave busca tu nombre/ en la brisa/ y el río se lleva tu voz”. El poema puede gustarle a cualquiera (hay que admitirlo); sin embargo, no es aconsejable darse por satisfecho con la primera impresión. ¿Cuál será la macroestructura (significado global) del texto? Basándose en el título, un lector incauto dirá: “la ausencia de la persona amada”. Respuesta cantada que no genera ni la más remota convicción (me remito al texto). Pero, hablando con franqueza, ¿tendrá el poema de marras unidad y coherencia global? Para contestar con sensatez (y no pedirle uvas a los espinos) urge conocer su “método de composición”. Atención, he aquí una receta para convertirse en poeta oquendiano en cuestión de minutos y sin siquiera haber leído a Oquendo: 1) Enamórese necia y perdidamente (no importa de quién); 2) Seleccione una docena (aprox.) de sustantivos románticos (sonrisa, latidos, nombre, luna, cielo, ave, brisa, etc.); 3) Haga lo propio con cinco (aprox.) verbos no exentos de carga sentimental (dibujar, deshojar, caer, etc.); 4) Piense arrebatadamente en el ser amado y enlace del modo más inspirado posible los sustantivos valiéndose de los verbos (La brisa deshoja tu nombre /y mis latidos caen de la luna / Un ave dibuja tu sonrisa en el cielo…, etc.); 5) Felicidades, Ud. se graduó de poeta (vaya buscándose un padrino bonachón). Aunque parezca mentira, esta es la fórmula más usual en la mayoría de los poetas del siglo naciente. La poesía se transforma en ejercicio lúdico, maquinal y extraordinariamente fácil. Las imágenes son forzadas y abstrusas, abundan las pseudometáforas y todas las composiciones están infestadas por el tópico amoroso. Siguiendo un procedimiento tan sencillo cualquiera puede dárselas de poeta (¿habremos topado por ventura con la clave para hacer de la poesía un acto de masas?).
Enrique Beltrán es, sin lugar a dudas, un típico ejecutor de este método casero. Sería insensato exigirle a su texto unidad y coherencia porque la esencia del mismo es incompatible con esas propiedades. Para componer “Ausencia”, el autor jugueteó con 14 sustantivos (noche, cabellos, espejo, luna, sueños, lluvia, latidos, alba, ojos, ave, nombre, brisa, río, voz) y 6 verbos (dibujar, posar, velar, dormir, buscar, llevar), amén de evocar apasionadamente a su musa. Este poema puede admitir, siguiendo la fórmula ya expuesta, un sinfín de variantes lúdicas, con resultados tan hueros (aunque espléndidos en apariencia) como su versión definitiva. Por ejemplo: Tu voz duerme en la brisa/ El río dibuja tus cabellos / La lluvia se posa en tus sueños / Un ave se lleva tus latidos...y así ad náuseam. En suma, no se trata de comunicar algo sino de regodearse fabricando (al por mayor) imágenes descabelladas si bien primorosas. Quiero aclarar que no estoy descartando sin más el valor de este “método de composición”; creo que con algunos reajustes necesarios y usado con prudencia, sería medianamente útil para aquellos que quieran iniciarse (sin megalomanías) en la escritura poética y más todavía para quien tenga a su cargo la dirección de un taller (de esto puede dar fe mi amigo y ex profesor José Luis Velásquez, quien en su cátedra de Composición de Textos Literarios, aplicó un método semejante pero mucho más brillante y eficaz). Sin embargo, su empleo no puede ser de ningún modo un pasaporte gratuito para alcanzar la gloria.
Los poemas semánticamente fallidos a los que da lugar la ciega confianza en el “método”, plantean al crítico (o al lector), que desee abordarlos exegéticamente, un desafío tan laborioso como inútil. En el mejor de los casos, deberá conformarse con atisbos que no vayan más allá de la generalidad y la superficie. Existe, no obstante, otra posibilidad: que oficie no de adivino (sería ocioso buscar una respuesta inexistente) sino de inventor. Así el “crítico” se encargará de la noble tarea de crear para los pobres poemas --del amigo, claro está-- el sentido del que siempre carecieron. Ahora bien, si dejamos de lado los textos individuales y nos concentramos en la poesía como fenómeno cultural, en este caso como expresión de la subjetividad de los más jóvenes, veremos que su carácter lúdico, maquinal y dócil, además de su temática amorosa, denota una actitud light que, enmarcada en la posmodernidad y a diferencia de antaño, rechaza el compromiso con las grandes causas de interés colectivo (el metarrelato de la revolución, v. gr.) y que, por el contrario, está centrada en el sujeto, una suerte de neonarcicismo que en poesía se refleja en el predominio del “yo lírico”.
Parte considerable de los poemas “oquendianos”, que la generación del siglo naciente escribe con frenesí, poco o nada tiene que ver con Oquendo. Ya demostré que para fungir de poeta basta (y sobra) con asimilar un método irrisorio; la obra de nuestro máximo vate es, para quien opte por este camino, totalmente prescindible. Varios de los aspirantes al parnaso puneño --el porcentaje exacto es inconfesable-- ni siquiera leyeron en su integridad los 5 metros (si bien no soy candidato a poeta, confieso que mi primer ejemplar, en formato “alasitas”, me lo regalaron hace un par de meses); otros a duras penas recuerdan el poema titulado “Madre” (lo aprendieron a cocachos en algún colegio fiscal). De Beltrán y Cía. podemos decir que se volvieron “oquendianos” no gracias a una lectura fervorosa de 5 metros sino al contacto con poemarios (más accesibles y populares) de escritores oquedianos como Luis Rodríguez o José Luis Velásquez. Si la herencia dejada por Oquendo fue para éstos una poderosa antorcha, para aquéllos no pasó de ser un mechero indigente. De esta manera, la crisis de la poesía puneña en ciernes no es completamente imputable a la influencia de nuestro ídolo vanguardista, cuyo nombre, en este caso, se toma en vano. Sin embargo, insisto en algo: hay versos de Oquendo que, en más de un aspecto (como vimos, no los más loables), coinciden con los de Beltrán y Cía.
La pobreza de fondo (tal vez no de forma), que en nuestro medio afecta a la producción lírica más reciente (miseria de la poesía), puede ser confrontada con trabajos “sustanciosos”, cuya autoría corresponde a los poetas de fin de siglo y que, en su mayoría, obedecen a una consabida forma de asumir la escritura: la “literatura comprometida”. Esta concepción, elevada a la categoría de dogma por los marxistas, obliga al escritor a la toma de posición a favor del “pueblo” y hace de la literatura un instrumento servil de la ideología. El correlato político inevitable de la “literatura comprometida” es el izquierdismo. Tras el colapso global de los regímenes socialistas, los escritores comprometidos se quedaron sin piso. Algunos persistieron en sus convicciones políticas y, por ende, estéticas (terquedad religiosa); otros se lanzaron en pos de utopías (sub)alternas; pocos, muy pocos, pisaron tierra y aceptaron con hidalguía la victoria (por qué no definitiva) del capitalismo. Entre los disidentes encontramos a los abanderados de la llamada “literatura andina”. Integran esta comparsa escritores provincianos (y quizá algún capitalino despistado) que, para hacer frente al centralismo literario, magnifican su condición de periféricos y marginales. Si los actuales partidarios de la “literatura comprometida” vociferan (cuándo no) contra las iniquidades del neoliberalismo, cuyas víctimas lamentables son los países subdesarrollados; los escritores andinos, incapaces de superar el trauma de la conquista, arremeten contra el mundo occidental, de cuyo perverso dominio quieren rescatar a la excelsa cultura andina. Profesan un odio cerril a Mario Vargas Llosa (dizque el sumo pontífice del pensamiento occidental) y a otros “escritores criollos” (Bayly, Cueto, Roncagliolo, Thays) que, inmunes al complejo provinciano, se codean con literatos de talla universal. Y, peor aún, pretenden reducir nuestra literatura a un desfile monótono e insoportable de autores precolombinos, indianistas, indigenistas, neo indigenistas y andinos, como si por el mero hecho de haber nacido en los andes, un escritor estuviese condenado a describir los padecimientos (reales o imaginarios) del indio. Aunque no todos lo admiten (flagrante inconsecuencia), el correlato político de la “literatura andina” es obviamente el indigenismo, una estafa ideológica que, amparada en identidades postizas (fraguadas merced a un pasado de ensueño), demanda para las culturas originarias una autonomía absoluta que las libere para siempre de la execrable hegemonía occidental. Si bien los partidarios respectivos del izquierdismo y del indigenismo suelen descalificarse entre sí, hay un profundo (re)sentimiento que los hermana: el tercermundismo, esa manía típicamente latinoamericana que consiste en culpar a otros (los imperialistas, los blancos, etc.) de las desdichas, frustraciones e ineptitudes propias. Así, el poeta que se adscriba a cualquiera de estos bandos literarios, estará obligado a describir y denunciar en sus textos la paupérrima y humillante situación que, por obra y gracia del primer mundo, soportan nuestros pueblos, a los que a su vez deberá prodigar ditirambos (poesía de la miseria).
Casi todos los poetas que conforman la hornada del noventa (o fin de siglo) optaron por una u otra vertiente. En algunos casos las conjugaron armoniosamente; en otros, sumaron a su haber el ingrediente oquendiano. La violencia (política) y la andinidad son --sus voceros estarán de acuerdo-- los temas que aparecen con mayor nitidez en sus poemas. Entre quienes sucumbieron, conciente o inconcientemente, al hechizo de Oquendo figuran: Luis Rodríguez, Simón Rodríguez, Eddy Sayritupa, Wálter Paz, Rubén Soto, etc. El único puente (muy frágil, por cierto) que une a este grupo con los poetas del siglo naciente es la huella del autor de 5 metros. Los temas político-sociales o andinos, en estos últimos, brillan por su ausencia. José Luis Velásquez, Saúl Huamán, Vicente Ytusaca y Glinio Cruz son los poetas oquendianos que resaltan (el primero más que el resto) en esta nueva hornada. En ambas generaciones la influencia de Oquendo se evidencia máxime en el empleo del lenguaje poético, o sea, en la forma peculiar de construir imágenes y metáforas; los malabarismos tipográficos, la disposición de los espacios en blanco y la concepción del libro como objeto, quedan en segundo plano (aunque no en todos los casos). Los poetas del siglo naciente que ya alcanzaron un mínimo de reconocimiento (al menos en el círculo de sus amigos) se tambalean sobre un muro peligroso. Dependiendo del lado al que caigan, estarán a merced de los no tan jóvenes (y su poesía de la miseria) o los novísimos (y su miseria de la poesía). Todo parece indicar que irán a parar junto a los últimos; tal vez ya estuvieron allí y fueron los primeros en morder el polvo. En fin, lo que deben comprender, si quieren salvar sus poemas (y sus pellejos), es que hay un trillado paradigma que hundió a la lírica puneña última en una calamidad intolerable, el mismo que, por respeto a Oquendo, tienen que desechar cuanto antes.