jueves, 12 de mayo de 2011

La fijación humalista



Si para un sector del electorado peruano el escenario “Ollanta – Keiko” resulta una abominable encrucijada (el cáncer y el sida, la horca y la guillotina, Escila y Caribdis, etc.), para los fervientes partidarios del ex comandante se trata más bien de la coronación de una epopeya donde su líder es la encarnación del bien, del redentor. Y, claro, su rival (Keiko) es ni más ni menos la hija del demonio, de un demonio repulsivo llamado Alberto Fujimori. El héroe contra la villana; la izquierda contra la derecha; el pueblo contra el sistema; los buenos contra los malos. A las claras una visión maniquea de la segunda vuelta. La esperanza que los sectores populares de la sierra sur (niveles socioeconómicos bajos o marginales) depositan no digamos en el plan de gobierno sino en la figura de Ollanta (y su promesa de cambio) linda con el mesianismo.
Es probable que en Puno el apoyo a Humala sobrepase con holgura el 60%. Está demás recordar que en las dos últimas elecciones presidenciales obtuvo aquí una votación apabullante. Tanto en el 2006 como ahora el ex comandante personifica para sus seguidores altiplánicos la opción antisistema. Que en esta campaña su discurso (fingido o no) haya virado hacia el centro es un gesto que no fue visto por aquéllos como una traición o simplemente pasó desapercibido. Porque, a lo que parece, del Humala del 2006 casi nada queda en el actual. Los peruanos, reza su propaganda, pueden votar sin miedo, pues su candidatura (ya) no representa una amenaza contra el sistema, ergo el crecimiento económico y el progreso están asegurados. Sin embargo, la fidelidad de sus secuaces (los típicos inconformes) no se alteró lo más mínimo.
Si confrontamos al Humala del 2006, el de polo rojo y resabio marcial, ese outsider radical (tan cercano a Chávez) que se despachaba contra el modelo neoliberal y la globalización, ese antiimperialista que tachaba nuestra constitución vigente de “delincuencial”, si lo confrontamos con el Ollanta actual (hasta el nombre suena paradójicamente inofensivo), el demócrata de finísimos ternos y poses de correcto caballero, veremos que el otrora antisistema no es ni la sombra de ese Ollanta mediático que en el último debate de la primera vuelta leyó de cabo a rabo (y mal) su libreto y que, en medio de los supuestos candidatos de la derecha y a contrapelo de su plan de gobierno, se las dio de (único) abanderado de la economía de libre mercado, ese nacionalista ligth que, ante la reiterada recriminación de sus contrincantes (“salto al vacío”), descartó de modo tajante la posibilidad de cambiar el modelo económico o la constitución.
Ciertamente algunos periodistas, analistas políticos e intelectuales capitalinos (lacayos de la derecha que les dicen) no se tragan el cuento del lobo domesticado (aunque a otros, como Vargas Llosa, no les queda otra alternativa). La “gran transformación” de Ollanta les suena a timo por sus cuatro costados. ¿Que Humala se ha moderado? ¿Cómo explicar entonces que en un mitin realizado en el local de ENAPU haya condenado la “privatización de nuestros puertos”, redondeando su discurso con un elocuente “¡Basta de rematar el país!”? ¿No fue su lista congresal por Lima una plétora de reverendos caviares? ¿Es compatible la versión primigenia de su plan de gobierno (La Gran Transformación) con su pretendida moderación? ¿Acaso no se cuestiona allí el modelo económico “neoliberal predatorio” y se propugna más bien una “economía nacional de mercado”? ¿Y por qué se insiste en una “nueva constitución”?
Hoy, a pocas semanas de la segunda vuelta, Ollanta ha redoblado sus afanes de mesura y apertura política. Por ejemplo, consintió que decenas de técnicos e intelectuales de la derecha (y otras layas) se suban al carro nacionalista. Ha llegado pues la hora del consenso. Ahora que esos últimos pasajeros han “perfeccionado” el plan de gobierno, ¿qué habrá sido de las propuestas más anheladas por la gente de a pie y la caviarada, esto es, cambiar el modelo económico y la constitución? Si el “nuevo” plan fuese coherente con el Humala mediático, hay que admitirlo, el futuro del Perú no estaría en riesgo, la disyuntiva de la segunda vuelta (cáncer o sida) sería una mera impostura y el miedo, completamente infundado. Seamos optimistas por un momento y recordemos que el ex comandante rompió con Chávez y puso al Brasil de Lula como ejemplo de país exitoso (amen de suscribir el Acuerdo Nacional). Empero hay quienes no le creen ni de vainas. Y quizá no les falte razón, porque esos alardes democráticos podrían resultar a la postre simples estratagemas para engatusar a los escépticos, capturar el poder y ensayar por enésima vez esperpentos estatistas o colectivistas.
Quienes también descreen (o al menos hacen caso omiso) de la presunta moderación son sus adeptos más fervorosos, los inconformistas de la sierra sur. Sobre todo esos inciertos ciudadanos que sufren una pobreza a prueba de chorreos, bonanzas macroeconómicas y milagros peruanos; miseria material permeable a izquierdismos, indigenismos, tercermundismos y otras miserias ideológicas. ¿Que Humala ya no es el mismo? Qué va. Estos esperanzados humalistas se empeñan en equiparar al ex comandante a una especie de salvador/justiciero/vengador que los redimirá de sus padecimientos económicos e implantará por fin el tan anhelado “cambio”. He ahí la palabra mágica. Si antaño fue “cambio 90” hoy es “cambio 2011”. La fe mueve montañas. Montañas de gente pobre y marginal. “Nunca tuvimos la oportunidad / Ahora tenemos, ídem” es, cómo no, el grito de lucha, de su lucha final. El novísimo Ollanta, el nacionalista ligth, es invisible a los ojos de la masa. El imaginario popular padece una fijación en el Humala de hace cinco (o más) años: el etnocacerista, el radical, el antisistema, el antiimperialista, el enemigo del neoliberalismo y la globalización, en suma, el mesías desquiciado que al parecer ya no existe.
Pobre no es necesariamente lo mismo que progre. Empero la insatisfacción social (tan cara a la candidatura de Ollanta) es el caldo de cultivo de la archisabida prédica de los caviares. Nadie mejor que ellos si de politizar la emoción de la masa se trata. De esta manera ciertas demandas populares coinciden mal que bien con las de aquellos. Abolir de un plumazo la constitución (hecha a la medida del peor gobierno de la historia: dictatorial, corrupto, vendepatria, etc.); mandar a la porra el modelo económico (esa perversa fábrica de desigualdad social, miseria, desempleo, hambre, etc. llamado neoliberalismo); detener las privatizaciones (no al saqueo de nuestras riquezas, basta de rematar el país, fuera empresas transnacionales, etc.). En fin, majaderías por donde se las mire. Ahora que los progres la echan de nacionalistas, ese será el plan mínimo que esgrimirán si su candidato accede a la presidencia. Y, por supuesto, serán secundados de manera unánime por las bases humalistas.
Si Ollanta, una vez electo, quisiera en verdad seguir los pasos de Lula, debería suscribir sin ambages esta categórica declaración que lanzó el ex presidente de Brasil en el 2003: “Estoy cansado de que los presidentes latinoamericanos sigan echándole todas las culpas de las desgracias del Tercer Mundo al imperialismo. Eso es una bobería”. Es más, tendría que establecer un gobierno democrático, defensor de la empresa privada, el libre mercado y la inversión extranjera. Implementar una política fiscal responsable y mantener una relación cordial con el Fondo Monetario Internacional. Y, claro, promover políticas distributivas a favor de los pobres sin caer en demagogia. Quia. Sus electores, decepcionados e iracundos, pondrían el grito en el cielo. Las revueltas sociales (atizadas por la caviarada) estallarían en todos los rincones del país (máxime en el bravo sur). La ingobernabilidad sería el precio de la defraudación. Huelga decir que si el ex comandante diera marcha atrás o hiciese suyo el susodicho plan mínimo de buenas a primeras, aquí sería Troya.
Aunque comprensible, dada la marginalidad secular del llamado Perú profundo, la fijación humalista no deja de ser un funesto rezago tercermundista. Su trasfondo es un prejuicio colectivo caro a los peruanos: culpar a otros de nuestras desdichas, frustraciones e ineptitudes históricas. Y sus exponentes son, qué duda cabe, los adeptos más fieles de Humala. ¿Entenderán algún día que sólo gracias a la actual constitución (que prescribe una economía social de mercado) el país se recuperó de la bancarrota y alcanzó un notable crecimiento económico, y que por ende sería un dislate mayor (ni más ni menos un suicidio nacional) cambiarla por otra de corte estatista, populista o colectivista? ¿Se percatarán por ventura de que hoy por hoy los países más exitosos del planeta son (lo dice Andrés Oppenheimer) aquellos que, aprovechando la globalización, atraen inversiones y exportan bienes y servicios de mayor valor agregado? ¿Cuándo comprenderán que en el siglo XXI esa es la única forma, acreditada por la realidad, de combatir la pobreza y salir del subdesarrollo? ¡Quién sabe, señor!