jueves, 15 de agosto de 2013

SIMPLEMENTE ORLANDO *


Ese flaco que me espera, puntual como pocos, en una esquina de la plaza de Arequipa es el escritor Orlando Mazeyra. Nunca antes lo vi en persona, pero lo reconozco en el acto. Es más alto de lo que imaginé, más que yo, o sea, y quizá ese rasgo acentúe su delgadez. Su corte de pelo, casi al rape, es idéntico al que lleva en las fotos que aparecen en las solapas de sus libros, en su Facebook y en su blog. Nuestra cita era a la 1:00 p.m. La concertamos, vía Face, hace solo un par de horas. Pucha, llego tres minutos tarde.
Me hablaron por primera vez de Orlando Mazeyra Guillén (Arequipa, 1980) en el 2010, cuando aún vivía en Puno. Valió la pena pagar 15 soles por estos cuentos, me dijo un escritor puneño, gran amigo mío, quien había comprado La prosperidad reclusa (2009), el segundo libro de Mazeyra, únicamente para no desairar al vendedor, un célebre poeta de la Ciudad Blanca. Otro amigo, en aquel entonces estudiante de Derecho de la UNSA, me contó que el viaje de Arequipa a Puno (en bus económico), que en otras ocasiones le parecía insoportable, ahora, increíblemente, con el texto de Mazeyra entre manos, le había resultado hasta placentero. Me bastó leer los primeros relatos de La prosperidad reclusa para darles la razón.
Estamos en el segundo piso de una cafetería de la calle Mercaderes; Orlando ha pedido, para los dos, unos helados que están deliciosos. He derribado el mío, no sé si por nerviosismo o distracción, pero —oh, sorpresa— no se ha derramado ni una gota. Mazeyra quiere obsequiarme Mi familia y otras miserias (2013), su último libro de cuentos, pero ya tengo mi ejemplar, recién compradito de la Libunsa, y se lo alcanzo para que me lo firme. Hago lo propio con Urgente: necesito un retazo de felicidad (2007), su ópera prima, pero ocurre que ya está autografiada por el autor y tiene una dedicatoria tremebunda. Le confieso, avergonzado, que la acabo de adquirir en una librería de viejo. Orlando arranca esa página, la dobla en cuatro, se la guarda en el bolsillo del pantalón y estampa su rúbrica en la segunda hoja.
Enciendo mi reportera digital… A Mazeyra le apasiona el fútbol. Era un niño cuando su padre lo llevó por primera vez al estadio. Desde ese momento se quedó encandilado con el balompié. Su contacto inicial con la escritura se lo debe, quién lo diría, a este deporte. Cuando era colegial leía las crónicas deportivas de El Gráfico, de Argentina, y escribía cuentos futbolísticos. Uno de sus personajes era un arquero imbatible que tenía el mismo apellido que el director de su colegio y defendía, qué duda cabe, el arco del Melgar, equipo del que Orlando se declara hincha acérrimo.
Ingresó a Ciencias de la Comunicación en la UNSA, pero su madre le advirtió que, si no quería morirse de hambre, debía seguir, además, una carrera con futuro. Así que se fue a estudiar Ingeniería de Sistemas a la UCSM. Sin embargo, nunca se alejó de la prensa. Actualmente, publica crónicas y entrevistas en distintos medios locales, nacionales e internacionales. Incluso fue corrector de estilo en la edición sureña de un conocido diario. Su gran referente en el periodismo es su amigo César Hildebrandt.
Su escritor predilecto es Mario Vargas Llosa. Dice que devoró todas sus obras, menos La guerra del fin del mundo, que dejó a medio leer. Lo admira tanto que, cuando tuvo la oportunidad de visitar la biblioteca del nobel, en Lima, estuvo a punto de besar su escritorio. El libro de Vargas Llosa que lo marcó y con el cual se siente identificado es El pez en el agua, ya que el niño Orlando, al igual que el niño Mario que aparece en esas memorias, tuvo una relación muy tormentosa con su padre.
Formulé poquísimas preguntas —breves, vacilantes, obvias—, en la hora y media que duró nuestra reunión. Mazeyra se anticipó a casi todas las que había planeado y me las absolvió como si hubiese ensayado las respuestas. Por eso me despedí feliz, presto a transcribir el audio. Nunca imaginé, Orlando, que un virus, compadecido tal vez mi torpeza periodística, borraría esa entrevista.
 
* Columna publicada en Correo Arequipa (10/08/2013).

martes, 6 de agosto de 2013

SUEÑO CON SERPIENTES



Don Manuel se disponía a ordeñar sus vacas cuando se topó con la serpiente. Sí, una culebra de 80 centímetros se había prendido, cual becerro lactante, de la ubre de una de sus reses. Al menos eso fue lo que el agricultor de la irrigación Majes contó a la prensa a fines de abril, exhibiendo como trofeo y prueba el cuerpo yerto del reptil en una botella de vidrio. 
 
Al parecer el valle de Majes se había convertido, durante esa temporada, en un nido de víboras sedientas de leche vacuna ya que los vecinos de don Manuel relataron historias similares. “He vendido 8 de mis vacas para el sacrificio pues, luego que las culebras chupan la leche de las reses, estas se secan, no vuelven a producir nunca más, incluso llegan a enfermar tanto que mueren”  fue el pasmoso testimonio de don Reinaldo, quien aseguraba haber tropezado en su corral con una serpiente de dos metros (Correo Arequipa, 28/04/2013).

Relatos de ese tipo ya los había oído, cuando niño, en la zona aimara de Puno. Una de las diabólicas fechorías que los campesinos achacaban a las culebras era, precisamente, la adicción a la leche de vaca. Por eso, ellos las perseguían con saña, como si las serpientes fuesen la encarnación del mal. Si las atrapaban, les machacaban la cabeza con una piedra, aunque a veces, dizque para aprovechar sus virtudes curativas, les quitaban la piel y se las comían crudas o las metían vivas en un pomo repleto de alcohol.

Nunca creí del todo en la culpabilidad de estos reptiles; siempre les concedí, como dicen los abogados, el beneficio de la duda. Así que la noticia sobre la plaga de ofidios en la irrigación Majes me dejó desconcertado. Y quizá hubiera terminado tragándomela si, hace algunos días, en el libro El enigma de las extrañas criaturas (Ed. Mitre, 1987, Barcelona) del periodista estadounidense John A. Keel, no me hubiese dado de bruces con este pasaje: “Otra serpiente popular inexistente es la de la leche. De ésta se cuenta que repta hasta las ubres de las vacas y se agarra a ellas hasta quedar bien harta de leche”.

Es decir, la odiosa culebra lactante, esa misma que antaño aterrorizaba a mis abuelos y que hoy hace lo propio en el valle de Majes, es ‒según dicho autor‒ tan legendaria y folclórica como el hombre lobo o el unicornio. Puro cuento, en suma… En realidad, esa es la posición oficial de los herpetólogos (entendidos en reptiles). En ese sentido se pronunció, por ejemplo, la Asociación Herpetológica Española en el 2010, a saber, las serpientes no maman.

De acuerdo con los herpetólogos: a) La culebra no tiene labios, ergo, es incapaz de lactar; b) La leche no le sirve pues su organismo no puede sintetizarla, y c) Es tímida y, merced a su instinto de supervivencia, no se acerca voluntariamente a un depredador en potencia como la vaca o el ser humano.

Me pregunto si algún especialista del Senasa explicó esas cosas tan sencillas a los pobladores de la irrigación Majes, porque tal parece que el alcalde del distrito -quien ofreció capturar a los ofidios y llevarlos a otro sitio (lapsus ecológico)- y el jefe de la Oficina de Medio Ambiente de dicha comuna -quien declaró que cualquier “contacto brusco” con las ubres de la vaca provoca que las hormonas de la leche dejen de funcionar (lapsus técnico)- solo alimentaron más el mito. A la culebra lactante, o sea.

*Columna publicada en Correo Aqp (03/08/2013).