Introito: Hoy más que nunca, indigenistas de toda laya acometen a Marx alegremente (incluso por deporte), como si hacerlo no demandara más esfuerzo que despanzurrar a un piojo. “Nuestros amautas omniscientes antes que Marx” vociferan a los cuatro suyos. Esta proclama no pasaría de ser un chistecito folclórico más, de los muchos que abultan la fraseología provinciana, si no se pronunciara con una convicción pasmosa. Sí, la broma sería hasta simpática si no pretendiera ser más que eso: una broma monda y lironda. Celebraría de buena gana la extravagancia de esta palabrería aldeana si no la ostentaran como “nuestra” declaración de principios. En fin, me importaría un bledo si no se llenaran la boca, la mayor parte de las veces con prejuicios típicos de la ignorancia supina, a nombre de quechuas y aimaras, como si nosotros, los que jamás tomaremos en serio los disparates indigenistas, no fuésemos tan “originarios” como ellos se reclaman.
1) Yo y mi circunstancia: Empezaré diciendo algo sobre mí, no por motivos egolátricos (moneda corriente en nuestro medio) sino a fin de evitar malas ausencias y, máxime, para demostrar que el lugar desde donde hablo --digamos los Andes o un país subdesarrollado-- y mi condición social o étnica --digamos popular o la de un “individuo de una raza de indios que habitan la región del Lago Titicaca, entre el Perú y Bolivia” (acepción de aimara)-- no tienen por qué condicionar mecánicamente mi manera de pensar --de ser así, el determinismo económico (en su versión más rústica) sería una ley natural--, ni mucho menos obligarme a comulgar con ideales desfasados e inviables aunque legítimos en apariencia --digamos socialismo o indigenismo--, que lo único que buscan es adulterar e imponer identidades que a la postre resultan funestas para el país.
Al igual que muchos “originarios” (peor incluso), nací en el seno de una familia campesina. La lengua materna de mis abuelos, padres, tíos y demás ancestros era (es) el aimara. Mis padres, muy previsores ellos, no deseando que en el futuro su hijo sea un “moteroso”, me prohibieron hablarla durante mi infancia (no los culpo). Aunque escuchándolos --a ellos y a otros parientes-- comunicarse en ese idioma casi a diario, lo aprendí de todos modos; bueno, tampoco me arrepiento. Debo admitir, sin embargo, que con el aimara me ocurre lo mismo que a ciertos “originarios” con el español, soy peor que un analfabeto funcional, se diría que soy hasta disfuncional. Entonces, hablo, escribo y, sobre todo, pienso en español (ergo sum). No tengo otra opción.
Como buen “originario”, en mi niñez ejercí el pastoreo de vacas, ovejas e insectos (estos últimos eran mis juguetes predilectos). Hasta hace poco mis padres me forzaban todavía a colaborar con ellos en sus interminables faenas agrícolas. Sí, yo también empuñé --las más de las veces a regañadientes-- chaquitacllas, raucanas, picos, palas, arados, hoces y martillos (ups). Mi indumentaria estuvo siempre en armonía con mi condición “originaria”. Usé chullos, chompas, ponchos y ojotas (estas últimas las calzo aún por comodidad). En el colegio más de una vez me obligaron a danzar disfrazado de autóctono, en aquellas ocasiones lucí mis añejos atuendos de bayeta.
Teniendo en cuenta mi origen (y mi cara), no sería extraño que me griten de calle a plaza o de selva a cordillera (da igual): indio, indígena, aborigen, nativo, originario, autóctono, oriundo, paisano, campesino, comunero, cholo, serrano, andino, tawantinsuyano u otros motes análogos (los hay para todos los gustos). Si bien no puedo jactarme de ser un Incahuanaco, un Salcamayhua, un Yawarhuaca o un Supaypahuahua --casualmente mis apellidos son bien hispánicos--, podría sí exclamar, con mayor derecho que un tal Efraín Miranda, ¡soy indio! ¿Por qué he de permitir que un impostor o alguien “que no sabe o no tiene noticia de las cosas” (acepción de ignorante) hable por mí y por los míos, haciéndonos quedar en ridículo?
2) El pecado “originario”: Lo malo no es haber nacido en los Andes, tampoco vivir allí. El pecado “originario” consiste en asumir un ideario segregacionista, retrógrado y arcaizante, cual si fuese parte de nuestra idiosincrasia quechua o aimara, como si ese fárrago de dogmas, prejuicios, plagios y arbitrariedades fuese la base firme de nuestra identidad. La cojudez de veras execrable radica en tomar la ideología indigenista (o cualquiera de sus infinitas subespecies) por un imperativo categórico o un mandato providencial. Presentarla como sabiduría ancestral es el colmo de la impostura “originaria”. Al respecto, Plinio Apuleyo, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa han dicho lo siguiente: “No nos referimos, por cierto, a la legítima valoración cultural e histórica del pasado precolombino, que por lo demás nada tiene que ver con el indigenismo. Nos referimos a la estafa ideológica mediante la cual, quinientos años después del tropiezo de Colón con las costas americanas, ciertas camarillas políticas y sus comparsas intelectuales pretenden oponer a los valores occidentales y a la modernidad una pureza «originaria» --según la palabreja de moda-- en pugna con los herederos de la Conquista”[1].
Nuestra mera condición de indígenas de América (o de las Indias Occidentales) no puede hacer de nosotros herederos sólo del Tahuantinsuyo. Que tengamos raíces quechuas o aimaras no debe hacernos olvidar que, gracias a un suceso remoto denominado Conquista, todos somos mestizos, en tal caso, mal que le pese a quienquiera, nuestro abolengo es, aunque sea en grado ínfimo, también hispánico. En consecuencia, es un despropósito garrafal pretender que la tradición andina constituya el pilar excluyente de nuestra identidad, tal como lo propugna el indigenismo. Los hispanófobos, eternos machacones de la leyenda negra, argüirán que nuestra cultura nada tiene que ver con España, la nación que nos sojuzgó de la manera más cruel, y que no se puede hablar de mestizaje, tampoco del encuentro de dos mundos, sino de una afrentosa violación. Empero, si de violación se trata, “… ¿no estamos tan cerca del violador como de la víctima (…)?, ¿por qué el artículo (“los”) para los españoles, y el posesivo (“nuestras”) para las bellas ñustas?” (Juan Carlos Valdivia dixit[2]).
Querámoslo o no, desde el Descubrimiento fuimos anexados a la civilización occidental, es decir, nuestro mundo, antaño limitado a un fragmento de América, tiene ahora un alcance planetario: mal de nuestro grado, pertenecemos a Occidente. Ésa es la realidad que debemos aceptar no con resignación sino con orgullo. A estas alturas de la historia universal es un sinsentido predicar todavía el purismo cultural. Aislarse de Occidente, recusando su ciencia, su tecnología, su filosofía, sus formas de vida y sus valores, en un evidente arranque de provincianismo, y fantaseando con una estúpida burbuja que preserve la fingida pureza de las nacionalidades “originarias”, significaría para nosotros una involución imperdonable.
Al igual que muchos “originarios” (peor incluso), nací en el seno de una familia campesina. La lengua materna de mis abuelos, padres, tíos y demás ancestros era (es) el aimara. Mis padres, muy previsores ellos, no deseando que en el futuro su hijo sea un “moteroso”, me prohibieron hablarla durante mi infancia (no los culpo). Aunque escuchándolos --a ellos y a otros parientes-- comunicarse en ese idioma casi a diario, lo aprendí de todos modos; bueno, tampoco me arrepiento. Debo admitir, sin embargo, que con el aimara me ocurre lo mismo que a ciertos “originarios” con el español, soy peor que un analfabeto funcional, se diría que soy hasta disfuncional. Entonces, hablo, escribo y, sobre todo, pienso en español (ergo sum). No tengo otra opción.
Como buen “originario”, en mi niñez ejercí el pastoreo de vacas, ovejas e insectos (estos últimos eran mis juguetes predilectos). Hasta hace poco mis padres me forzaban todavía a colaborar con ellos en sus interminables faenas agrícolas. Sí, yo también empuñé --las más de las veces a regañadientes-- chaquitacllas, raucanas, picos, palas, arados, hoces y martillos (ups). Mi indumentaria estuvo siempre en armonía con mi condición “originaria”. Usé chullos, chompas, ponchos y ojotas (estas últimas las calzo aún por comodidad). En el colegio más de una vez me obligaron a danzar disfrazado de autóctono, en aquellas ocasiones lucí mis añejos atuendos de bayeta.
Teniendo en cuenta mi origen (y mi cara), no sería extraño que me griten de calle a plaza o de selva a cordillera (da igual): indio, indígena, aborigen, nativo, originario, autóctono, oriundo, paisano, campesino, comunero, cholo, serrano, andino, tawantinsuyano u otros motes análogos (los hay para todos los gustos). Si bien no puedo jactarme de ser un Incahuanaco, un Salcamayhua, un Yawarhuaca o un Supaypahuahua --casualmente mis apellidos son bien hispánicos--, podría sí exclamar, con mayor derecho que un tal Efraín Miranda, ¡soy indio! ¿Por qué he de permitir que un impostor o alguien “que no sabe o no tiene noticia de las cosas” (acepción de ignorante) hable por mí y por los míos, haciéndonos quedar en ridículo?
2) El pecado “originario”: Lo malo no es haber nacido en los Andes, tampoco vivir allí. El pecado “originario” consiste en asumir un ideario segregacionista, retrógrado y arcaizante, cual si fuese parte de nuestra idiosincrasia quechua o aimara, como si ese fárrago de dogmas, prejuicios, plagios y arbitrariedades fuese la base firme de nuestra identidad. La cojudez de veras execrable radica en tomar la ideología indigenista (o cualquiera de sus infinitas subespecies) por un imperativo categórico o un mandato providencial. Presentarla como sabiduría ancestral es el colmo de la impostura “originaria”. Al respecto, Plinio Apuleyo, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa han dicho lo siguiente: “No nos referimos, por cierto, a la legítima valoración cultural e histórica del pasado precolombino, que por lo demás nada tiene que ver con el indigenismo. Nos referimos a la estafa ideológica mediante la cual, quinientos años después del tropiezo de Colón con las costas americanas, ciertas camarillas políticas y sus comparsas intelectuales pretenden oponer a los valores occidentales y a la modernidad una pureza «originaria» --según la palabreja de moda-- en pugna con los herederos de la Conquista”[1].
Nuestra mera condición de indígenas de América (o de las Indias Occidentales) no puede hacer de nosotros herederos sólo del Tahuantinsuyo. Que tengamos raíces quechuas o aimaras no debe hacernos olvidar que, gracias a un suceso remoto denominado Conquista, todos somos mestizos, en tal caso, mal que le pese a quienquiera, nuestro abolengo es, aunque sea en grado ínfimo, también hispánico. En consecuencia, es un despropósito garrafal pretender que la tradición andina constituya el pilar excluyente de nuestra identidad, tal como lo propugna el indigenismo. Los hispanófobos, eternos machacones de la leyenda negra, argüirán que nuestra cultura nada tiene que ver con España, la nación que nos sojuzgó de la manera más cruel, y que no se puede hablar de mestizaje, tampoco del encuentro de dos mundos, sino de una afrentosa violación. Empero, si de violación se trata, “… ¿no estamos tan cerca del violador como de la víctima (…)?, ¿por qué el artículo (“los”) para los españoles, y el posesivo (“nuestras”) para las bellas ñustas?” (Juan Carlos Valdivia dixit[2]).
Querámoslo o no, desde el Descubrimiento fuimos anexados a la civilización occidental, es decir, nuestro mundo, antaño limitado a un fragmento de América, tiene ahora un alcance planetario: mal de nuestro grado, pertenecemos a Occidente. Ésa es la realidad que debemos aceptar no con resignación sino con orgullo. A estas alturas de la historia universal es un sinsentido predicar todavía el purismo cultural. Aislarse de Occidente, recusando su ciencia, su tecnología, su filosofía, sus formas de vida y sus valores, en un evidente arranque de provincianismo, y fantaseando con una estúpida burbuja que preserve la fingida pureza de las nacionalidades “originarias”, significaría para nosotros una involución imperdonable.
3) El “indio imaginario”: Anida en la ideología indigenista un resentimiento antihispánico, antioccidental y antimoderno. Una actitud nefasta para la salud individual y colectiva, según Juan Carlos Valdivia. ¿No es acaso un signo patológico oponerse tan cerrilmente a la modernidad, proponiendo a cambio la vuelta al Tahuantinsuyo? No faltan “originarios” que, muy ufanos, contraponen el trueque al libre mercado, el molino de piedra al desarrollo postindustrial, el ayllu a la globalización… ¿Podríamos decir de ellos que gozan de una óptima salud mental (o, si se quiere, intelectual)? Está demás recordar que la obsesión antioccidental y anticapitalista, que los indigenistas --y los izquierdistas “carnívoros” en general-- destilan por todos los poros, nunca vino (ni vendrá) de la mano con alternativas coherentes y factibles. La impugnación será siempre emotiva, revanchista y resentida.
El eje del indigenismo actualmente en boga es el dualismo andino/occidental. Una operación antitética y rudimentaria que, al más puro estilo del fanatismo cristiano, clasifica a los hombres en buenos y malos. Así pues, el “blanco” es el malo por antonomasia y la cultura occidental, satanizada hasta el hartazgo, la quintaesencia de la maldad. Al contrario, el “andino” es, qué duda puede caber, el bueno y su cultura, el colmo del bien. Este simplismo bipolar, propio más bien de una mentalidad occidental primitiva aún, se origina en una patraña insostenible: la supuesta existencia de un protohombre andino (un “indio imaginario”). La ideología indigenista requiere de este ser fabuloso para legitimarse demagógicamente en una sociedad poscolonial tan heterogénea y proclive al resentimiento como la peruana. Nada más apartado de la realidad, ya que hoy en día el poblador de los Andes (el “originario” de marras), lejos de ser colectivista, tradicional, solidario, fraternal, inclusivo, etc., como pretende el indigenismo, es más bien un sujeto individualista, egoísta, ambicioso, interesado, envidioso, incompasivo, racista…en fin, humano, demasiado humano.
En la construcción discursiva de este “indio imaginario” han participado no sólo quienes se precian de ser “originarios”, sino también “blancos” (“gringos” inclusive). Diríamos sin exagerar que la primera y la última mano la dieron ellos. Recordemos si no al gringo Dante Nava, quien --inspirado por un filósofo teutón-- imaginaba a su “indio fornido de treinta años de acero” transformado en la versión aimara del “superhombre”, o al gringuísimo Josef Estermann, cuya singular hazaña es haber inventado un runa/jaqi “filósofo”[3]. El fruto de este abigarrado ensueño vale hoy para abominar de lo occidental y anunciar sin ambages la preeminencia de la cultura andina, un procedimiento lindante con el purismo cultural --peligro que, según los catequistas europeos de la interculturalidad (v. gr. Estermann), debemos evitar, cómo no, a toda costa-- y, acto seguido, con el segregacionismo --el racismo quechua y aimara--, lo que da pie al (re)brote del fundamentalismo indigenista (efecto Bolivia)[4].
El eje del indigenismo actualmente en boga es el dualismo andino/occidental. Una operación antitética y rudimentaria que, al más puro estilo del fanatismo cristiano, clasifica a los hombres en buenos y malos. Así pues, el “blanco” es el malo por antonomasia y la cultura occidental, satanizada hasta el hartazgo, la quintaesencia de la maldad. Al contrario, el “andino” es, qué duda puede caber, el bueno y su cultura, el colmo del bien. Este simplismo bipolar, propio más bien de una mentalidad occidental primitiva aún, se origina en una patraña insostenible: la supuesta existencia de un protohombre andino (un “indio imaginario”). La ideología indigenista requiere de este ser fabuloso para legitimarse demagógicamente en una sociedad poscolonial tan heterogénea y proclive al resentimiento como la peruana. Nada más apartado de la realidad, ya que hoy en día el poblador de los Andes (el “originario” de marras), lejos de ser colectivista, tradicional, solidario, fraternal, inclusivo, etc., como pretende el indigenismo, es más bien un sujeto individualista, egoísta, ambicioso, interesado, envidioso, incompasivo, racista…en fin, humano, demasiado humano.
En la construcción discursiva de este “indio imaginario” han participado no sólo quienes se precian de ser “originarios”, sino también “blancos” (“gringos” inclusive). Diríamos sin exagerar que la primera y la última mano la dieron ellos. Recordemos si no al gringo Dante Nava, quien --inspirado por un filósofo teutón-- imaginaba a su “indio fornido de treinta años de acero” transformado en la versión aimara del “superhombre”, o al gringuísimo Josef Estermann, cuya singular hazaña es haber inventado un runa/jaqi “filósofo”[3]. El fruto de este abigarrado ensueño vale hoy para abominar de lo occidental y anunciar sin ambages la preeminencia de la cultura andina, un procedimiento lindante con el purismo cultural --peligro que, según los catequistas europeos de la interculturalidad (v. gr. Estermann), debemos evitar, cómo no, a toda costa-- y, acto seguido, con el segregacionismo --el racismo quechua y aimara--, lo que da pie al (re)brote del fundamentalismo indigenista (efecto Bolivia)[4].
4) Marx ha muerto, ¡viva el indigenismo!: “He hecho en Europa mi mejor aprendizaje. Y creo que no hay salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales”, reconoció Mariátegui[5] con lucidez. Soslayando esta profunda convicción, amén de la adhesión del autor al marxismo (heterodoxo, si se quiere, pero marxismo a fin de cuentas), los indigenistas de nuevo cuño --que rivalizan con los izquierdistas, cual aves de rapiña, a la hora de apropiarse del Amauta-- pretenden echar por la borda la doctrina política de Carlos Marx. Dizque “no se adecúa a nuestra realidad”. He ahí su trillada cantaleta. Hay, por cierto, varias lagunas en la visión comunista (ortodoxa) del problema indígena. Por ejemplo, en Latinoamérica (pródiga en guerrillas extremistas) la necesidad de someter la praxis a la teoría (marxista), devino en una burda simplificación de la realidad social --explotadores y explotados, burgueses y proletarios, capitalistas y obreros, etc.--, donde se minimizó (o desechó) sin más ni más el elemento étnico, un desatino garrafal en países como el Perú, Ecuador o Bolivia. Sin embargo, el antimarxismo de “originarios” e indigenistas de última hora obedece, como veremos, a razones harto pueriles.
En primer lugar, esta tropa carnavalesca de inquisidores --dirigentes, líderes, revoltosos, agitadores, amautas, mallkus y demás celebridades quechua-aimaras-- evidencia un conocimiento rudimentario (si no nulo) de Marx y el marxismo. Según ellos, todo se reduce a la lucha de clases, la revolución proletaria y la instauración del socialismo. Ergo (siguiendo esta lógica “originaria”), no se trata de penetrar en las entrañas del monstruo para conocerlo mejor (y luego destruirlo, claro está), sino de echar un vistazo --de lástima y desprecio-- a una lamentable sabandija (más ilusoria que real), para ulteriormente darle su pisotón de gracia. Al parecer, la ignorancia es, para indigenistas y “originarios”, un argumento de peso. La otra (sin)razón es de índole segregacionista. He aquí la obtusa inferencia: todo lo que viene de Occidente nos es ajeno, el marxismo es una teoría occidental, en consecuencia, es completamente extraño a nuestra realidad “tawantinsuyana”. Ante esta indigencia argumental, huelgan los comentarios.
El nuevo posicionamiento del indigenismo político en esta parte del continente (y de movimientos afines en todo el planeta), tras la debacle general de la izquierda marxista tradicional, fue, curiosamente, prevista (o, si se quiere, profetizada) hace más de quince años por el intelectual norteamericano Samuel Huntington[6] (en 1989, su colega Francis Fukuyama[7] había anunciado “el fin de la historia”, esto es, la democracia liberal como el punto final de la evolución ideológica y política de la humanidad). En “El choque de civilizaciones”, el catedrático de la Universidad de Harvard sostuvo que los conflictos a suscitarse en el orbe, con posterioridad a la guerra fría, tendrían motivaciones ya no ideológicas ni económicas sino culturales. En las sociedades no occidentales surgirían fundamentalismos étnicos y religiosos, que pondrían en jaque a la civilización occidental. Asimismo, en un documento elaborado por el Comité de Inteligencia Nacional de Estados Unidos (“Mapa del futuro global del proyecto 2020”) se enfoca el nuevo radicalismo indigenista como un problema hemisférico, por efecto de la extrema pobreza[8].
Tras la crisis del marxismo, el indigenismo de nuevo cuño estaría llamado a desplazarlo y, de paso, erigirse entre nosotros como la novísima ideología liberadora, la “buena nueva” de oprimidos y dominados. Al menos, esa es la intención de indigenistas y “originarios”. Algunos proclaman ya una supuesta “indigenización” de la izquierda. Existe, sin embargo, una postura ecléctica, que cuenta con no pocos simpatizantes: el llamado “socialismo del siglo XXI”. Su ideólogo es Heinz Dieterich y su principal abanderado, el presidente venezolano Hugo Chávez. Se trata, dicen, de un proyecto histórico que supera las imperfecciones del “socialismo real” y se opone, cómo no, al neoliberalismo salvaje (adoptado por las grandes potencias del sistema mundial en desmedro de las naciones pobres). Bloques regionales de poder, capitalismo proteccionista de Estado, democracia participativa y reivindicación del legado étnico precolombino, son algunos de sus ejes doctrinales. Este último componente hace del “socialismo del siglo XXI” un ideario afín al indigenismo --en su vertiente moderada (Evo Morales es uno de los pilares de la Patria Grande)-- y da pie para que ciertos “originarios” fantaseen ahora con un “socialismo andino”.
En primer lugar, esta tropa carnavalesca de inquisidores --dirigentes, líderes, revoltosos, agitadores, amautas, mallkus y demás celebridades quechua-aimaras-- evidencia un conocimiento rudimentario (si no nulo) de Marx y el marxismo. Según ellos, todo se reduce a la lucha de clases, la revolución proletaria y la instauración del socialismo. Ergo (siguiendo esta lógica “originaria”), no se trata de penetrar en las entrañas del monstruo para conocerlo mejor (y luego destruirlo, claro está), sino de echar un vistazo --de lástima y desprecio-- a una lamentable sabandija (más ilusoria que real), para ulteriormente darle su pisotón de gracia. Al parecer, la ignorancia es, para indigenistas y “originarios”, un argumento de peso. La otra (sin)razón es de índole segregacionista. He aquí la obtusa inferencia: todo lo que viene de Occidente nos es ajeno, el marxismo es una teoría occidental, en consecuencia, es completamente extraño a nuestra realidad “tawantinsuyana”. Ante esta indigencia argumental, huelgan los comentarios.
El nuevo posicionamiento del indigenismo político en esta parte del continente (y de movimientos afines en todo el planeta), tras la debacle general de la izquierda marxista tradicional, fue, curiosamente, prevista (o, si se quiere, profetizada) hace más de quince años por el intelectual norteamericano Samuel Huntington[6] (en 1989, su colega Francis Fukuyama[7] había anunciado “el fin de la historia”, esto es, la democracia liberal como el punto final de la evolución ideológica y política de la humanidad). En “El choque de civilizaciones”, el catedrático de la Universidad de Harvard sostuvo que los conflictos a suscitarse en el orbe, con posterioridad a la guerra fría, tendrían motivaciones ya no ideológicas ni económicas sino culturales. En las sociedades no occidentales surgirían fundamentalismos étnicos y religiosos, que pondrían en jaque a la civilización occidental. Asimismo, en un documento elaborado por el Comité de Inteligencia Nacional de Estados Unidos (“Mapa del futuro global del proyecto 2020”) se enfoca el nuevo radicalismo indigenista como un problema hemisférico, por efecto de la extrema pobreza[8].
Tras la crisis del marxismo, el indigenismo de nuevo cuño estaría llamado a desplazarlo y, de paso, erigirse entre nosotros como la novísima ideología liberadora, la “buena nueva” de oprimidos y dominados. Al menos, esa es la intención de indigenistas y “originarios”. Algunos proclaman ya una supuesta “indigenización” de la izquierda. Existe, sin embargo, una postura ecléctica, que cuenta con no pocos simpatizantes: el llamado “socialismo del siglo XXI”. Su ideólogo es Heinz Dieterich y su principal abanderado, el presidente venezolano Hugo Chávez. Se trata, dicen, de un proyecto histórico que supera las imperfecciones del “socialismo real” y se opone, cómo no, al neoliberalismo salvaje (adoptado por las grandes potencias del sistema mundial en desmedro de las naciones pobres). Bloques regionales de poder, capitalismo proteccionista de Estado, democracia participativa y reivindicación del legado étnico precolombino, son algunos de sus ejes doctrinales. Este último componente hace del “socialismo del siglo XXI” un ideario afín al indigenismo --en su vertiente moderada (Evo Morales es uno de los pilares de la Patria Grande)-- y da pie para que ciertos “originarios” fantaseen ahora con un “socialismo andino”.
5) El “paraíso artificial” del indigenismo: La sociedad precolombina --sobre todo el imperio de los Incas-- es, para el indigenismo, el “paraíso perdido” por excelencia. Restaurar ese mundo perfecto o, al menos, hacer de él un referente es su máximo anhelo (“utopía andina”, según Alberto Flores Galindo y Manuel Burga[9]; “utopía arcaica”, según Mario Vargas Llosa[10]). Dicha caracterización es de larga data. Moro, Campanella y Bacón --lo afirma Luis E. Valcárcel[11]-- se habrían inspirado en el Perú de los Incas para forjar sus respectivas utopías. Hasta Mariátegui sucumbió al hechizo de esta fábula (desliz que, por cierto, no desacredita su magnífica obra). En efecto, la hipótesis de un socialismo (o comunismo) incaico aparece en sus “7 ensayos”. Sin embargo, el hallazgo posterior de valiosas fuentes documentales así como la tardía publicación de un borrador de Marx acerca de las “formaciones económicas precapitalistas”[12] --a los que el Amauta obviamente no pudo acceder-- desvirtuaron esa idea.
Años después, el asunto movería a polémica. Waldemar Espinoza[13] compiló en 1978 varios textos sobre la caracterización del Imperio de los Incas. Allí encontramos hasta siete posiciones en controversia: el modo de producción aldeano o del comunismo primitivo, el esclavista, el socialista, el social imperialista, el andino o incaico, el asiático y el de un feudalismo temprano. Investigadores tan disímiles como Baudin, Murra, Godelier, Golte, Lumbreras, Choy, Valcárcel, Roel, etc. protagonizaron el debate. Para Espinoza el modo de producción que corresponde al último Estado Imperial andino es el asiático. Al nivel del ayllu o comunidad aldeana, sostiene el historiador, no había propiedad privada de la tierra ni explotación del hombre por el hombre; en cambio, el Estado imperial --despótico, teocrático, guerrero y clasista-- era amo y señor de todas las tierras sobrantes, por lo que precisaba del trabajo colectivo de las comunidades subyugadas, es decir, la aristocracia dirigente del Estado Inca se afianzaba y sostenía gracias al esfuerzo ajeno. Agustín Barcelli[14] se pronuncia también a favor del modo de producción asiático, si bien --a diferencia de Espinoza-- prefiere definir al incario como una sociedad de castas (no de clases sociales).
Así pues, la visión idílica de “originarios” e indigenistas sobre el pasado andino no tiene base histórica. Jamás hubo en el antiguo Perú algo equiparable a un socialismo edénico. Al contrario, según Waldemar Espinoza, los distintos grupos étnicos que habían sido absorbidos por el Imperio de los Incas, “…veían en éstos a una clase explotadora, depredadora, usurpadora y abusiva de la que querían ansiosamente liberarse”[15]; el sentimiento localista era tan fuerte --dice Flores Galindo-- que cuando arribaron los españoles “…los Incas no tenían ni un siglo de historia y no habían podido fusionar a las poblaciones andinas, que todavía se distinguían por regiones y localidades”[16]. Fueron, desde luego, estas hondas fracturas sociales las que posibilitaron la Conquista. Peor todavía, la destrucción del Imperio de los Incas es obra de los andinos. Resulta que diversos curacazgos (huancas, cañares, chachas, chancas, caracaras, etc.), lejos de rechazar a los invasores, se aliaron con ellos a fin de abatir a los pobres cuzqueños. En consecuencia, “…la propia población andina fue la que destruyó el imperio político, social y económico de los incas para entregar sus bienes y fuerzas de producción a los españoles” (Waldemar Espinoza dixit[17]).
La idealización del incario es fruto de la explotación colonial. El infortunio compartido por grupos autóctonos, antes disgregados o enemistados, engendró en la mentalidad de sus integrantes una nueva identidad, anclada precisamente en su condición de oprimidos. Los españoles instituyeron para todos ellos una categoría colonial --el término “indio”--, que desde ese momento identificaría a los naturales del mundo andino. La tiranía virreinal arreció tanto que la reacción indígena no se hizo esperar. Sólo entonces se cobró cariño al desaparecido Imperio de los Incas; recién ahora los pueblos sojuzgados, otrora enemigos y destructores del Tahuantinsuyo, soñaban inútilmente con su restauración (mito del Inkarri). La rebelión indígena más formidable del siglo XVIII, la de Túpac Amaru II, hizo eco de esa nostalgia. “La imagen idealizada del inca como un gobernante benevolente, poderoso y justo, y del imperio del Tahuantinsuyo como sede de la sociedad ideal, emplazada en el pasado, pero erigida en el proyecto posible de una utopía que podía reactualizarse en un futuro cercano, tenía, ciertamente, un potencial revolucionario explosivo”, ha puntualizado Nelson Manrique[18].
Años después, el asunto movería a polémica. Waldemar Espinoza[13] compiló en 1978 varios textos sobre la caracterización del Imperio de los Incas. Allí encontramos hasta siete posiciones en controversia: el modo de producción aldeano o del comunismo primitivo, el esclavista, el socialista, el social imperialista, el andino o incaico, el asiático y el de un feudalismo temprano. Investigadores tan disímiles como Baudin, Murra, Godelier, Golte, Lumbreras, Choy, Valcárcel, Roel, etc. protagonizaron el debate. Para Espinoza el modo de producción que corresponde al último Estado Imperial andino es el asiático. Al nivel del ayllu o comunidad aldeana, sostiene el historiador, no había propiedad privada de la tierra ni explotación del hombre por el hombre; en cambio, el Estado imperial --despótico, teocrático, guerrero y clasista-- era amo y señor de todas las tierras sobrantes, por lo que precisaba del trabajo colectivo de las comunidades subyugadas, es decir, la aristocracia dirigente del Estado Inca se afianzaba y sostenía gracias al esfuerzo ajeno. Agustín Barcelli[14] se pronuncia también a favor del modo de producción asiático, si bien --a diferencia de Espinoza-- prefiere definir al incario como una sociedad de castas (no de clases sociales).
Así pues, la visión idílica de “originarios” e indigenistas sobre el pasado andino no tiene base histórica. Jamás hubo en el antiguo Perú algo equiparable a un socialismo edénico. Al contrario, según Waldemar Espinoza, los distintos grupos étnicos que habían sido absorbidos por el Imperio de los Incas, “…veían en éstos a una clase explotadora, depredadora, usurpadora y abusiva de la que querían ansiosamente liberarse”[15]; el sentimiento localista era tan fuerte --dice Flores Galindo-- que cuando arribaron los españoles “…los Incas no tenían ni un siglo de historia y no habían podido fusionar a las poblaciones andinas, que todavía se distinguían por regiones y localidades”[16]. Fueron, desde luego, estas hondas fracturas sociales las que posibilitaron la Conquista. Peor todavía, la destrucción del Imperio de los Incas es obra de los andinos. Resulta que diversos curacazgos (huancas, cañares, chachas, chancas, caracaras, etc.), lejos de rechazar a los invasores, se aliaron con ellos a fin de abatir a los pobres cuzqueños. En consecuencia, “…la propia población andina fue la que destruyó el imperio político, social y económico de los incas para entregar sus bienes y fuerzas de producción a los españoles” (Waldemar Espinoza dixit[17]).
La idealización del incario es fruto de la explotación colonial. El infortunio compartido por grupos autóctonos, antes disgregados o enemistados, engendró en la mentalidad de sus integrantes una nueva identidad, anclada precisamente en su condición de oprimidos. Los españoles instituyeron para todos ellos una categoría colonial --el término “indio”--, que desde ese momento identificaría a los naturales del mundo andino. La tiranía virreinal arreció tanto que la reacción indígena no se hizo esperar. Sólo entonces se cobró cariño al desaparecido Imperio de los Incas; recién ahora los pueblos sojuzgados, otrora enemigos y destructores del Tahuantinsuyo, soñaban inútilmente con su restauración (mito del Inkarri). La rebelión indígena más formidable del siglo XVIII, la de Túpac Amaru II, hizo eco de esa nostalgia. “La imagen idealizada del inca como un gobernante benevolente, poderoso y justo, y del imperio del Tahuantinsuyo como sede de la sociedad ideal, emplazada en el pasado, pero erigida en el proyecto posible de una utopía que podía reactualizarse en un futuro cercano, tenía, ciertamente, un potencial revolucionario explosivo”, ha puntualizado Nelson Manrique[18].
6) Lío de “idiotas”: Pervive, aún hoy, un ala del paleomarxismo que, con el objeto de combatir al “socialismo del siglo XXI”, ridiculiza también la fábula del “paraíso perdido”[19]. Según los abanderados de este ideario troglodita, la vía exclusiva (“correcta”) para redimir a la humanidad es la revolución proletaria, esto es, la destrucción total del capitalismo y la consecuente instauración del socialismo. En el Perú, los vándalos de Sendero Luminoso tachaban de “folclore” cualquier intento de valorar la cultura andina. Dicho grupo extremista --dizque marxista-- emprendió una absurda “guerra popular” en pos de un paraíso terrenal “…sin explotados ni explotadores, sin oprimidos ni opresores, sin clases, sin Estado, sin partidos, sin democracia, sin armas, sin guerra”[20], como si este delirio celestial, digno del manicomio (o de la cadena perpetua), fuese compatible con su pretendida visión “científica” de la realidad. “Cientificismo cuasi religioso” ha dicho Carlos Iván Degregori[21]. Así, el evangelio se denominaba “pensamiento Gonzalo”, los catecismos eran los documentos del “partido”, el mesías se llamaba Abimael Guzmán y, para rematar esta payasada maoísta, no podía faltar el harén de santísimas vírgenes: Edith Lagos, camarada Norah, camarada Míriam y demás fans enamoradas de la barbarie[22].
En la actualidad, no pocos izquierdistas cavernarios creen a pie juntillas que únicamente la revolución socialista puede transformar el mundo y remediar la pobreza. (“El poder nace del fusil” y punto.) Otros, en cambio, han adoptado posturas intermedias y remozadas (“electoreras”), por lo que suelen tildar a los primeros de “radicales”, “terroristas” o “tirabombas”. Sin embargo, al margen de matices y sutilezas, todos ellos padecen, en esencia, el mismo ofuscamiento ideológico. En el impagable “Manual del perfecto idiota latinoamericano” (1996), Plinio Apuleyo, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa[23] han realizado una espléndida radiografía de este personaje. En la “presentación” del libro, Mario Vargas Llosa dice: “Cree que somos pobres porque ellos son ricos y viceversa, que la historia es una exitosa conspiración de malos contra buenos en la que aquéllos siempre ganan y nosotros siempre perdemos (él está en todos los casos entre las pobres víctimas y los buenos perdedores)… ¿Quién es él? Es el idiota latinoamericano”[24]. Para el “idiota” de marras, la miseria y el subdesarrollo de América Latina es achacable a la burguesía y el imperialismo (vulgata marxista), el neoliberalismo es un sistema salvaje (terror al mercado) y si nuestros países son pobres, la culpa es de los países ricos (tercermundismo). “Proviene de Marx y de Lenin la identificación de tales culpables, pero de Freud la necesidad de descargar en otro o en otros sus amargas frustraciones”, indican los tres autores[25].
Pese a los naufragios y las bancarrotas de antaño, asistimos hoy al reflote de las izquierdas en esta parte del continente. Teniendo en cuenta los casos de Chávez en Venezuela, Lula en Brasil, los Kirchner en Argentina, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Michelle Bachelet en Chile, etc., Marc Saint-Upéry[26] habla del “viraje a la izquierda”, según él, un fenómeno sin precedentes en el Cono Sur, resultante del fracaso del modelo neoliberal, en suma, una reacción en bloque al capitalismo salvaje. En “El regreso del idiota” (2007), Apuleyo, Montaner y Vargas Llosa contraponen dos izquierdas: la “carnívora” y la “vegetariana”. La primera, representada máxime por Chávez y Morales, sería, conforme al molde jurásico, populista, autoritaria, antiliberal y amante de la economía estatizada (el indigenismo sería una subespecie suya); en cambio, la segunda, encarnada por Lula y Bachelet, sería más bien, acorde a los tiempos modernos, democrática, defensora de la empresa privada, el libre mercado y la inversión extranjera, es decir, socialista sólo en apariencia. Saint-Upéry ha rechazado esta dicotomía; para él, estamos ante un “mito” perpetrado por los ideólogos liberales (en realidad, los argumentos que trae a colación no son muy convincentes). Está demás decir que la izquierda que más caló entre nosotros es la “carnívora”. La región andina es, desde siempre, un extraordinario caldo de cultivo para la “idiotez” política.
Los indigenistas que en nuestros días descalifican a los marxistas (y viceversa) no advierten que hay un (re)sentimiento, común a los dos bandos, que los hermana inexorablemente: el “tercermundismo”, esa típica manía latinoamericana que consiste en culpar a otros (ora a los capitalistas, ora a los blancos) de las desdichas, frustraciones e ineptitudes propias. Como subraya el trío del “idiota”: “…la culpa de lo que nos pasa no es nunca nuestra. Siempre hay alguien --una empresa, un país, una persona-- responsable de nuestra suerte. Nos encanta ser ineptos con buena conciencia. Nos da placer morboso creernos víctimas de algún despojo. Practicamos un masoquismo imaginario, una fantasía del sufrimiento”[27]. Hoy los une además el antiyanquismo y el antimundialismo. Según Jean François Revel[28], la actual afirmación de los Estados Unidos como superpotencia económica, tecnológica, militar y cultural, a nivel planetario, merced a sus propias potencialidades y al colapso comunista, entre otros factores, no tiene antecedentes históricos[29]. El antiamericanismo, sostiene Revel, dice más de las fobias y los fantasmas de los detractores, pues las impugnaciones se basan en la desinformación (generalmente deliberada). En relación al supuesto peligro de extinción de la diversidad cultural, a consecuencia de la globalización (dizque americana), la opinión de dicho autor es concluyente: “La mundialización no uniformiza, sino que diversifica”[30]. (Frente a las redes globales sin centro, como el poder, la economía o la información, la gente apela a identidades locales, como la nación, la etnia o las preferencias sexuales, afirma a su vez Manuel Castells.)
En la actualidad, no pocos izquierdistas cavernarios creen a pie juntillas que únicamente la revolución socialista puede transformar el mundo y remediar la pobreza. (“El poder nace del fusil” y punto.) Otros, en cambio, han adoptado posturas intermedias y remozadas (“electoreras”), por lo que suelen tildar a los primeros de “radicales”, “terroristas” o “tirabombas”. Sin embargo, al margen de matices y sutilezas, todos ellos padecen, en esencia, el mismo ofuscamiento ideológico. En el impagable “Manual del perfecto idiota latinoamericano” (1996), Plinio Apuleyo, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa[23] han realizado una espléndida radiografía de este personaje. En la “presentación” del libro, Mario Vargas Llosa dice: “Cree que somos pobres porque ellos son ricos y viceversa, que la historia es una exitosa conspiración de malos contra buenos en la que aquéllos siempre ganan y nosotros siempre perdemos (él está en todos los casos entre las pobres víctimas y los buenos perdedores)… ¿Quién es él? Es el idiota latinoamericano”[24]. Para el “idiota” de marras, la miseria y el subdesarrollo de América Latina es achacable a la burguesía y el imperialismo (vulgata marxista), el neoliberalismo es un sistema salvaje (terror al mercado) y si nuestros países son pobres, la culpa es de los países ricos (tercermundismo). “Proviene de Marx y de Lenin la identificación de tales culpables, pero de Freud la necesidad de descargar en otro o en otros sus amargas frustraciones”, indican los tres autores[25].
Pese a los naufragios y las bancarrotas de antaño, asistimos hoy al reflote de las izquierdas en esta parte del continente. Teniendo en cuenta los casos de Chávez en Venezuela, Lula en Brasil, los Kirchner en Argentina, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Michelle Bachelet en Chile, etc., Marc Saint-Upéry[26] habla del “viraje a la izquierda”, según él, un fenómeno sin precedentes en el Cono Sur, resultante del fracaso del modelo neoliberal, en suma, una reacción en bloque al capitalismo salvaje. En “El regreso del idiota” (2007), Apuleyo, Montaner y Vargas Llosa contraponen dos izquierdas: la “carnívora” y la “vegetariana”. La primera, representada máxime por Chávez y Morales, sería, conforme al molde jurásico, populista, autoritaria, antiliberal y amante de la economía estatizada (el indigenismo sería una subespecie suya); en cambio, la segunda, encarnada por Lula y Bachelet, sería más bien, acorde a los tiempos modernos, democrática, defensora de la empresa privada, el libre mercado y la inversión extranjera, es decir, socialista sólo en apariencia. Saint-Upéry ha rechazado esta dicotomía; para él, estamos ante un “mito” perpetrado por los ideólogos liberales (en realidad, los argumentos que trae a colación no son muy convincentes). Está demás decir que la izquierda que más caló entre nosotros es la “carnívora”. La región andina es, desde siempre, un extraordinario caldo de cultivo para la “idiotez” política.
Los indigenistas que en nuestros días descalifican a los marxistas (y viceversa) no advierten que hay un (re)sentimiento, común a los dos bandos, que los hermana inexorablemente: el “tercermundismo”, esa típica manía latinoamericana que consiste en culpar a otros (ora a los capitalistas, ora a los blancos) de las desdichas, frustraciones e ineptitudes propias. Como subraya el trío del “idiota”: “…la culpa de lo que nos pasa no es nunca nuestra. Siempre hay alguien --una empresa, un país, una persona-- responsable de nuestra suerte. Nos encanta ser ineptos con buena conciencia. Nos da placer morboso creernos víctimas de algún despojo. Practicamos un masoquismo imaginario, una fantasía del sufrimiento”[27]. Hoy los une además el antiyanquismo y el antimundialismo. Según Jean François Revel[28], la actual afirmación de los Estados Unidos como superpotencia económica, tecnológica, militar y cultural, a nivel planetario, merced a sus propias potencialidades y al colapso comunista, entre otros factores, no tiene antecedentes históricos[29]. El antiamericanismo, sostiene Revel, dice más de las fobias y los fantasmas de los detractores, pues las impugnaciones se basan en la desinformación (generalmente deliberada). En relación al supuesto peligro de extinción de la diversidad cultural, a consecuencia de la globalización (dizque americana), la opinión de dicho autor es concluyente: “La mundialización no uniformiza, sino que diversifica”[30]. (Frente a las redes globales sin centro, como el poder, la economía o la información, la gente apela a identidades locales, como la nación, la etnia o las preferencias sexuales, afirma a su vez Manuel Castells.)
7) Marx y los esperpentos del marxismo: Es de veras insólito (por decir lo menos) que, pese al humillante colapso mundial de los regímenes comunistas, actualmente se proponga todavía ese modelo de sociedad (que ya nada tiene de utopía) como alternativa seria al capitalismo. La realidad misma se encargó de demostrar con creces su inviabilidad. Por cierto, con el fin de justificar a diestra y siniestra este rotundo fracaso, los consabidos “idiotas” se empecinaron en buscarle cinco pies al gato. Así, los más adujeron que había caído el “socialismo real”, producto del revisionismo, mas no el “socialismo científico”, que se mantenía incólume (v. gr. Manuel Góngora[31], José Sotomayor Pérez[32] y, de algún modo, Gustavo Portocarrero[33] se han pronunciado en ese sentido). La explicación es de lejos insostenible, ya que desconoce de modo artero un postulado “marxista” elemental, a saber, “la práctica es el único criterio de la verdad” (Mao Tse Tung[34]). En consecuencia, la praxis (URSS, China, RDA, etc.) ha demostrado la absoluta inconsistencia de la teoría (socialismo a secas). Los izquierdistas no aceptarían, de seguro, que los liberales desdoblen el sistema que tanto fustigan aquéllos en “capitalismo real”--salvaje y hambreador-- y “capitalismo (digamos) benefactor” --la auténtica garantía de prosperidad--, y que, acto seguido, pretendan achacar la injusticia, las desigualdades sociales y la miseria al primero.
La inviabilidad del socialismo obedece a fallas e imperfecciones congénitas, es decir, siguiendo a Revel, el quid radica en la “lógica del sistema”: “Es inútil afirmar, de manera absolutamente gratuita por otra parte, que el fracaso económico de los países socialistas se explica por causas extrínsecas y añadidas al sistema --como la burocracia, la centralización excesiva o la planificación autoritaria--, ya que si la desprivatización de la economía tuviera por sí mismas propiedades curativas hasta tal punto soberanas, a pesar de todos los contratiempos lograría algunos buenos efectos. Y no es así. Lo que la pantalla ideológica impide reconocer es que el fracaso no se debe a accidentes ni a conspiraciones, sino a la lógica misma del sistema”[35]. Pero las razones del hundimiento socialista van mucho más allá del factor económico. Según Fukuyama, la “debilidad de los Estados fuertes” (comunistas) es máxime la pérdida paulatina de su legitimidad. Sin duda, ésta dependía en gran medida de la bonanza económica, expresada en el bienestar material, que el régimen prometía al pueblo en conjunto; ergo, los continuos descalabros financieros tenían que socavar necesariamente la confianza de la gente en un sistema que, al menos en teoría, era sinónimo de abundancia. Sin embargo, explica el autor de “El fin de la historia”: “El fracaso económico era sólo uno de una serie de fracasos en el sistema soviético, pero hizo efectos de catalizador del rechazo del sistema de creencias y expuso la debilidad del sistema subyacente. El fracaso fundamental del totalitarismo fue su fracaso en controlar el pensamiento”[36].
Para Norberto Bobbio[37], el marxismo ha sufrido en el siglo XX cuatro grandes crisis, todas ellas derivadas del incumplimiento de las predicciones de (o atribuidas a) Marx respecto al desarrollo de la sociedad: 1) a principios de siglo, no se verificó (a corto plazo) el derrumbe del capitalismo; 2) luego de la primera Guerra Mundial, la revolución socialista se produjo inicialmente en un país rezagado en términos capitalistas; 3) durante la dictadura estalinista, el Estado no se extinguió, sino que se fortaleció hasta dar origen al Estado totalitario; 4) al presente, el capitalismo no se desmoronó a causa de su contradicciones internas, sino que, al contrario, venció y superó holgadamente el reto de la URSS. Dicho autor sostiene que Marx es un clásico de las ciencias sociales (incluso de la filosofía) --como Hobbes, Hegel o Weber--, es decir, un obligado punto de referencia y, por supuesto, de confrontación. Entonces, según Bobbio, no hay por qué tomar su obra como una doctrina canónica e infalible; nuestra relación con el pensamiento de Marx debe ser más bien “laica”. Así pues, “…no existe tanto una crisis del marxismo cuanto marxistas en crisis. Sólo un marxista, en cuanto considera que el marxismo es una doctrina universal, o un antimarxista, en cuanto considera que el marxismo se debe rechazar desde el principio hasta el fin, pueden correctamente decir, con dolor y con alegría, que el marxismo está en crisis. El primero, porque no encuentra aquello que creía encontrar en él, el segundo porque de la constatación de un error decreta el fracaso y el final”[38].
Conviene aquí recordar que el mismo Marx solía declarar, con fino humor, que él no era marxista. Definitivamente, él no puede hacerse cargo de todas las necedades, barbaridades, torpezas y monstruosidades, que a lo largo de la historia se han dicho y/o perpetrado a su nombre. Eso sí, hay que admitir sin reserva que en el ideario (y en la vida) de Marx se cuentan no pocos errores, circunstancia que, lejos de invalidar su obra y desacreditar su genialidad, confirma que el autor de “El capital” es un hombre de carne y hueso (y no un ser omnipotente), cuya propuesta no se restringe a la revolución proletaria (al menos, no al amotinamiento), sino que constituye un fecundo sistema de pensamiento, destinado a perdurar en el tiempo. No en vano Paul Ricouer sostiene que los tres críticos más grandes de nuestra cultura (occidental), los “filósofos de la sospecha”, son Marx, Nietzsche y Freud. De suerte que en la actualidad resulta grotesco y risible el triunfalismo de indigenistas, “originarios” y (¡ay!) ciertos bobalicones de la derecha (uno no tiene la culpa) en relación a la muerte (presunta) de Marx y el marxismo. Esta lamentable cuadrilla de impugnadores confunde (por ignorancia o adrede) al maestro con sus peores discípulos, al cuerpo con la sombra, al hombre con sus espectros, cometiendo así una aberración innombrable. No está demás repetir, a la par con Bobbio, que Marx es un clásico, no hay que buscar en sus libros fórmulas, recetas, esquemas y burdas cosmovisiones; sus escrituras nada tienen de sagradas, es más, abundan en ellas los yerros y los equívocos. Ergo, su doctrina no es “todopoderosa” ni “exacta”, como pretendía Lenin[39].
Hasta hoy han transcurrido veinte años desde la caída del muro de Berlín. Lo que yace bajo sus escombros no es el pensamiento de Marx, sino sus horrendas (per)versiones: los “marxismos oficiales”; se desvaneció, no obstante, la utopía socialista que dio pie no a un paraíso terrestre, como él esperaba, sino a un inicuo sistema totalitario, muy semejante al sórdido capitalismo industrial que diseccionó y cuyo inminente derrumbe anunció en vano. Al fin ahora podemos decir, parafraseando a Umberto Eco, que la herencia de Marx es una “obra abierta” en todo su esplendor, pues se ha deshecho de la camisa de fuerza que por tanto tiempo le habían impuesto la ceguera ideológica y el dogmatismo. No hay que temer al “revisionismo”, ese sambenito que, en la jerigonza de los abominables “ortodoxos”, devotos de un marxismo puro y sin mácula, era sinónimo absoluto de herejía y pecado. Tengamos presente que hoy por hoy filósofos, sociólogos y demás pensadores contemporáneos combinan el marxismo con otras corrientes de pensamiento, por lo demás, exitosamente. Verbigracia, Pierre Bourdieu unió a Marx con Weber; la tríada de Slavoj Žižek está conformada por Lacan, Marx y Hegel; Erik Olin Wright concilió el pensamiento de Marx con la teoría de la elección racional, dando lugar al marxismo analítico; Jean Baudrillard y Fredric Jameson han articulado marxismo y posmodernidad… Se trata pues de actualizar las tesis de Marx, liberándolas de la obsolescencia y el anquilosamiento.
En el Perú, el ideario de José Carlos Mariátegui ha soportado también saqueos, distorsiones y vulgarizaciones, ora de izquierdistas, ora de indigenistas. Cada bando intentó (en balde) asimilarlo a su respectiva chatura. Algunos “ortodoxos” (entre ellos, José Lora Cam[40] y Abimael Guzmán[41]) se atrevieron a insinuar que el único mérito del Amauta consistía en haber aplicado “correctamente” el “marxismo-leninismo” a la realidad peruana. Tanto peor, sostuvieron incluso que no se podía hablar de “mariateguismo” porque Mariátegui, fiel ejecutor de la fórmula, no había aportado nada nuevo, como sí lo habían hecho, por ejemplo, Lenin o Mao (luego, era legítimo decir “leninismo” o “maoísmo”). Otros, como José Sotomayor[42], pusieron en duda el presunto “marxismo-leninismo” del autor de “7 ensayos”, arguyendo que su formación socialista se hallaba en ciernes y que, al contrario, estaba “deformada” gracias a la perniciosa influencia de Sorel, Trotsky, Nietzsche, Bergson, Freud, el populismo, etc. Por otro lado, los indigenistas siempre enarbolaron a su favor el “indigenismo” del Amauta, hecho incoherente, puesto que --siguiendo a Juan Carlos Valdivia-- “…el indigenismo de Mariátegui no niega el mestizaje, como el de algunos indigenistas actuales; sino que lo reconoce, lo acepta y lo afirma con toda contundencia y claridad”[43]. Valdivia presenta al Amauta en toda su grandeza, a leguas de los trillados encasillamientos, pues su intención es evocar no un Mariátegui más, sino un Mariátegui menos: “…el Mariátegui estereotipado, el ideólogo marxista leninista que nunca existió”[44]. Estamos, sin duda, ante una mentalidad (la del Amauta) lúcida, abierta, heterodoxa y, sobre todo, original.
La inviabilidad del socialismo obedece a fallas e imperfecciones congénitas, es decir, siguiendo a Revel, el quid radica en la “lógica del sistema”: “Es inútil afirmar, de manera absolutamente gratuita por otra parte, que el fracaso económico de los países socialistas se explica por causas extrínsecas y añadidas al sistema --como la burocracia, la centralización excesiva o la planificación autoritaria--, ya que si la desprivatización de la economía tuviera por sí mismas propiedades curativas hasta tal punto soberanas, a pesar de todos los contratiempos lograría algunos buenos efectos. Y no es así. Lo que la pantalla ideológica impide reconocer es que el fracaso no se debe a accidentes ni a conspiraciones, sino a la lógica misma del sistema”[35]. Pero las razones del hundimiento socialista van mucho más allá del factor económico. Según Fukuyama, la “debilidad de los Estados fuertes” (comunistas) es máxime la pérdida paulatina de su legitimidad. Sin duda, ésta dependía en gran medida de la bonanza económica, expresada en el bienestar material, que el régimen prometía al pueblo en conjunto; ergo, los continuos descalabros financieros tenían que socavar necesariamente la confianza de la gente en un sistema que, al menos en teoría, era sinónimo de abundancia. Sin embargo, explica el autor de “El fin de la historia”: “El fracaso económico era sólo uno de una serie de fracasos en el sistema soviético, pero hizo efectos de catalizador del rechazo del sistema de creencias y expuso la debilidad del sistema subyacente. El fracaso fundamental del totalitarismo fue su fracaso en controlar el pensamiento”[36].
Para Norberto Bobbio[37], el marxismo ha sufrido en el siglo XX cuatro grandes crisis, todas ellas derivadas del incumplimiento de las predicciones de (o atribuidas a) Marx respecto al desarrollo de la sociedad: 1) a principios de siglo, no se verificó (a corto plazo) el derrumbe del capitalismo; 2) luego de la primera Guerra Mundial, la revolución socialista se produjo inicialmente en un país rezagado en términos capitalistas; 3) durante la dictadura estalinista, el Estado no se extinguió, sino que se fortaleció hasta dar origen al Estado totalitario; 4) al presente, el capitalismo no se desmoronó a causa de su contradicciones internas, sino que, al contrario, venció y superó holgadamente el reto de la URSS. Dicho autor sostiene que Marx es un clásico de las ciencias sociales (incluso de la filosofía) --como Hobbes, Hegel o Weber--, es decir, un obligado punto de referencia y, por supuesto, de confrontación. Entonces, según Bobbio, no hay por qué tomar su obra como una doctrina canónica e infalible; nuestra relación con el pensamiento de Marx debe ser más bien “laica”. Así pues, “…no existe tanto una crisis del marxismo cuanto marxistas en crisis. Sólo un marxista, en cuanto considera que el marxismo es una doctrina universal, o un antimarxista, en cuanto considera que el marxismo se debe rechazar desde el principio hasta el fin, pueden correctamente decir, con dolor y con alegría, que el marxismo está en crisis. El primero, porque no encuentra aquello que creía encontrar en él, el segundo porque de la constatación de un error decreta el fracaso y el final”[38].
Conviene aquí recordar que el mismo Marx solía declarar, con fino humor, que él no era marxista. Definitivamente, él no puede hacerse cargo de todas las necedades, barbaridades, torpezas y monstruosidades, que a lo largo de la historia se han dicho y/o perpetrado a su nombre. Eso sí, hay que admitir sin reserva que en el ideario (y en la vida) de Marx se cuentan no pocos errores, circunstancia que, lejos de invalidar su obra y desacreditar su genialidad, confirma que el autor de “El capital” es un hombre de carne y hueso (y no un ser omnipotente), cuya propuesta no se restringe a la revolución proletaria (al menos, no al amotinamiento), sino que constituye un fecundo sistema de pensamiento, destinado a perdurar en el tiempo. No en vano Paul Ricouer sostiene que los tres críticos más grandes de nuestra cultura (occidental), los “filósofos de la sospecha”, son Marx, Nietzsche y Freud. De suerte que en la actualidad resulta grotesco y risible el triunfalismo de indigenistas, “originarios” y (¡ay!) ciertos bobalicones de la derecha (uno no tiene la culpa) en relación a la muerte (presunta) de Marx y el marxismo. Esta lamentable cuadrilla de impugnadores confunde (por ignorancia o adrede) al maestro con sus peores discípulos, al cuerpo con la sombra, al hombre con sus espectros, cometiendo así una aberración innombrable. No está demás repetir, a la par con Bobbio, que Marx es un clásico, no hay que buscar en sus libros fórmulas, recetas, esquemas y burdas cosmovisiones; sus escrituras nada tienen de sagradas, es más, abundan en ellas los yerros y los equívocos. Ergo, su doctrina no es “todopoderosa” ni “exacta”, como pretendía Lenin[39].
Hasta hoy han transcurrido veinte años desde la caída del muro de Berlín. Lo que yace bajo sus escombros no es el pensamiento de Marx, sino sus horrendas (per)versiones: los “marxismos oficiales”; se desvaneció, no obstante, la utopía socialista que dio pie no a un paraíso terrestre, como él esperaba, sino a un inicuo sistema totalitario, muy semejante al sórdido capitalismo industrial que diseccionó y cuyo inminente derrumbe anunció en vano. Al fin ahora podemos decir, parafraseando a Umberto Eco, que la herencia de Marx es una “obra abierta” en todo su esplendor, pues se ha deshecho de la camisa de fuerza que por tanto tiempo le habían impuesto la ceguera ideológica y el dogmatismo. No hay que temer al “revisionismo”, ese sambenito que, en la jerigonza de los abominables “ortodoxos”, devotos de un marxismo puro y sin mácula, era sinónimo absoluto de herejía y pecado. Tengamos presente que hoy por hoy filósofos, sociólogos y demás pensadores contemporáneos combinan el marxismo con otras corrientes de pensamiento, por lo demás, exitosamente. Verbigracia, Pierre Bourdieu unió a Marx con Weber; la tríada de Slavoj Žižek está conformada por Lacan, Marx y Hegel; Erik Olin Wright concilió el pensamiento de Marx con la teoría de la elección racional, dando lugar al marxismo analítico; Jean Baudrillard y Fredric Jameson han articulado marxismo y posmodernidad… Se trata pues de actualizar las tesis de Marx, liberándolas de la obsolescencia y el anquilosamiento.
En el Perú, el ideario de José Carlos Mariátegui ha soportado también saqueos, distorsiones y vulgarizaciones, ora de izquierdistas, ora de indigenistas. Cada bando intentó (en balde) asimilarlo a su respectiva chatura. Algunos “ortodoxos” (entre ellos, José Lora Cam[40] y Abimael Guzmán[41]) se atrevieron a insinuar que el único mérito del Amauta consistía en haber aplicado “correctamente” el “marxismo-leninismo” a la realidad peruana. Tanto peor, sostuvieron incluso que no se podía hablar de “mariateguismo” porque Mariátegui, fiel ejecutor de la fórmula, no había aportado nada nuevo, como sí lo habían hecho, por ejemplo, Lenin o Mao (luego, era legítimo decir “leninismo” o “maoísmo”). Otros, como José Sotomayor[42], pusieron en duda el presunto “marxismo-leninismo” del autor de “7 ensayos”, arguyendo que su formación socialista se hallaba en ciernes y que, al contrario, estaba “deformada” gracias a la perniciosa influencia de Sorel, Trotsky, Nietzsche, Bergson, Freud, el populismo, etc. Por otro lado, los indigenistas siempre enarbolaron a su favor el “indigenismo” del Amauta, hecho incoherente, puesto que --siguiendo a Juan Carlos Valdivia-- “…el indigenismo de Mariátegui no niega el mestizaje, como el de algunos indigenistas actuales; sino que lo reconoce, lo acepta y lo afirma con toda contundencia y claridad”[43]. Valdivia presenta al Amauta en toda su grandeza, a leguas de los trillados encasillamientos, pues su intención es evocar no un Mariátegui más, sino un Mariátegui menos: “…el Mariátegui estereotipado, el ideólogo marxista leninista que nunca existió”[44]. Estamos, sin duda, ante una mentalidad (la del Amauta) lúcida, abierta, heterodoxa y, sobre todo, original.
8) Cuentos chinos y otras ironías: El problema cardinal que aflige a los países del Tercer Mundo es, con toda seguridad, la pobreza. Las divergencias se desatan cuando se trata de señalar a los culpables y, por supuesto, prescribir la cura. El remedio más popular entre nosotros (y también el más funesto) es, qué duda cabe, el que predican los “perfectos idiotas” --izquierdistas “carnívoros”, indigenistas, nacionalistas, populistas, etc.-- , a saber: “…cerrarles la puerta a las multinacionales que supuestamente explotan en beneficio propio nuestras riquezas; nacionalizar en vez de privatizar; impugnar la globalización y los tratados de libre comercio con Estados Unidos y con Europa y buscar a través de un Estado altamente intervencionista y regulador una mejor distribución de la riqueza, considerando que esta última, en manos del sector privado dueño de industrias y comercios, es obtenida mediante la explotación de los más pobres, etc., etc.” (Apuleyo et al.[45]). Los improperios lanzados contra el capitalismo, el imperialismo, el neoliberalismo y/o el libre mercado son de nunca acabar. Explotación, dependencia, colonialismo, miseria, subdesarrollo, desempleo, atraso, saqueo, hambre…son, para el personaje de marras, consecuencias imputables por naturaleza a dicho sistema. De suerte que la pobreza y la riqueza se explicarían mutuamente, serían las dos caras de la misma moneda, la miseria del Tercer Mundo (periferia) sería fruto de la prosperidad del Primer Mundo (centro). Huelga decir que estos dislates corresponden a corrientes obsoletas y desacreditadas por la realidad, como la teoría de la dependencia o el consabido tercermundismo.
Solamente aquellos que, merced a prejuicios ideológicos, conservan intactas las vendas en los ojos, pueden corear igual que antaño sus obsesiones y resentimientos anticapitalistas. Hoy, tras el colapso de los regímenes socialistas, el único proceder cuerdo y sensato consiste en aceptar con hidalguía la victoria (por qué no definitiva) del capitalismo. No tenemos a la vista otra vía que se le compare, por lo menos en seriedad, para salir de la pobreza. Basta echar un vistazo a lo que ocurre en otras latitudes para comprobar hasta la saciedad dicho aserto. Veamos sólo dos botones de muestra (los hay por decenas): los extraordinarios casos de China e India. Los líderes comunistas de la República Popular China han mandado a la porra la teoría de la dependencia y, gracias a su “apertura económica” dentro del socialismo, protagonizan junto al otrora pueblo de Mao una revolución capitalista sin precedentes en la historia humana. Así pues, China --según Andrés Oppenheimer-- “…se ha convertido del comunismo al consumismo”[46]. Por otro lado, el exitoso despegue económico, científico y tecnológico de la India, gracias a la adopción del modelo capitalista, es igualmente asombroso. “Chindia” es el sugestivo término acuñado por Pete Engardio[47] para designar este doble fenómeno que está revolucionando el mundo de los negocios. China e India se han transformado en poco tiempo en las dos superpotencias económicas más promisorias del planeta. Los entendidos aseguran que ambas repúblicas se disputarán la supremacía económica en el presente siglo, dejando atrás a EE. UU. (Engardio estima incluso que “India está destinada a superar a China”[48].)
En el año 2000, Hernando de Soto[49] constataba no sin cierto pesimismo que para los países del Tercer Mundo el capitalismo estaba en crisis. “Lo que falta --sostenía-- son los sistemas de propiedad legalmente integrados que puedan convertir el trabajo y los ahorros de las personas en capital”[50]. En los últimos lustros se ha hecho un lugar común, al menos en América Latina, pregonar a los cuatro vientos el fracaso del modelo neoliberal. Por consiguiente, no pocos economistas, políticos y científicos sociales se han preguntado, a la par con De Soto, “por qué el capitalismo triunfa en occidente y fracasa en el resto del mundo”. Para los izquierdistas ortodoxos el gran culpable de nuestra miseria, el proveedor de iniquidades por excelencia, es el actual sistema. Su derrota en esta parte del continente sería el síntoma de su absoluta inviabilidad, ergo, habría que desterrarlo e implantar modelos de desarrollo más humanos, si no adefesios colectivistas. En su ofuscamiento ideológico no quieren advertir que el subdesarrollo de los países latinoamericanos no es, ni mucho menos, endosable al capitalismo, sino que, al revés, se debe a una aplicación incoherente e insuficiente del mismo. Porque, a decir verdad, las sociedades donde el sistema fue adoptado congruentemente accedieron ya al Primer Mundo o están camino a lograrlo (v. gr., España y los emergentes europeos, Chile y Brasil), mas no así las restantes que, lejos de aprovechar estas ricas experiencias, implementaron más bien recetas estatistas y populistas. En el Perú, por ejemplo, se aplicó por muchos años el mercantilismo, una perniciosa herencia de la tradición española.
En el siglo XXI --dice Oppenheimer-- hay dos tipos de países: los “captacapitales” y los “espantacapitales”, poco o nada importa la ideología de sus respectivos gobiernos, da igual que sean comunistas, socialistas, progresistas, capitalistas o supercapitalistas. El argumento del autor de “Cuentos Chinos” es contundente:“América Latina tiene dos caminos: el de atraer más inversiones y exportar productos de mayor valor agregado, como lo están haciendo China, India, Chile, Irlanda, Polonia, la República Checa, Letonia y todos los demás países que están creciendo y reduciendo la pobreza, o el de caer en el engaño populista de los capitanes del micrófono que --como Chávez y Castro-- culpan a otros por la pobreza en sus países para justificar sus propios desaciertos y perpetuarse en el poder. La elección es fácil, salvo para los que viven con anteojeras y no quieren ver la realidad: en el mundo hay docenas de países que están reduciendo la pobreza a pasos agigantados aprovechando la globalización, mientras que no existe un solo ejemplo de una nación que esté reduciendo la pobreza ahuyentando el capital y dando golpes en la mesa”[51]. Así pues, tenemos que subirnos sí o sí al carro ganador. Los héroes y herejes “antisistema” que se lancen contra él serán forzosamente atropellados merced a su imprudencia temeraria. No podemos darnos el lujo de ir contra la corriente. Tengamos en cuenta que el capitalismo es un sistema rebosante de salud. Nadie pretende que sea un paraíso terrenal. No lo es, ya que sus contradicciones internas saltan a la vista; pero éstas, a despecho de los marxistas, no son antagónicas. Sus crisis periódicas no provocaron hasta ahora su colapso total y definitivo. Su presunta etapa final o agónica[52] existe únicamente en la imaginación delirante de sus detractores. Al parecer, el capitalismo llegó para quedarse.
Solamente aquellos que, merced a prejuicios ideológicos, conservan intactas las vendas en los ojos, pueden corear igual que antaño sus obsesiones y resentimientos anticapitalistas. Hoy, tras el colapso de los regímenes socialistas, el único proceder cuerdo y sensato consiste en aceptar con hidalguía la victoria (por qué no definitiva) del capitalismo. No tenemos a la vista otra vía que se le compare, por lo menos en seriedad, para salir de la pobreza. Basta echar un vistazo a lo que ocurre en otras latitudes para comprobar hasta la saciedad dicho aserto. Veamos sólo dos botones de muestra (los hay por decenas): los extraordinarios casos de China e India. Los líderes comunistas de la República Popular China han mandado a la porra la teoría de la dependencia y, gracias a su “apertura económica” dentro del socialismo, protagonizan junto al otrora pueblo de Mao una revolución capitalista sin precedentes en la historia humana. Así pues, China --según Andrés Oppenheimer-- “…se ha convertido del comunismo al consumismo”[46]. Por otro lado, el exitoso despegue económico, científico y tecnológico de la India, gracias a la adopción del modelo capitalista, es igualmente asombroso. “Chindia” es el sugestivo término acuñado por Pete Engardio[47] para designar este doble fenómeno que está revolucionando el mundo de los negocios. China e India se han transformado en poco tiempo en las dos superpotencias económicas más promisorias del planeta. Los entendidos aseguran que ambas repúblicas se disputarán la supremacía económica en el presente siglo, dejando atrás a EE. UU. (Engardio estima incluso que “India está destinada a superar a China”[48].)
En el año 2000, Hernando de Soto[49] constataba no sin cierto pesimismo que para los países del Tercer Mundo el capitalismo estaba en crisis. “Lo que falta --sostenía-- son los sistemas de propiedad legalmente integrados que puedan convertir el trabajo y los ahorros de las personas en capital”[50]. En los últimos lustros se ha hecho un lugar común, al menos en América Latina, pregonar a los cuatro vientos el fracaso del modelo neoliberal. Por consiguiente, no pocos economistas, políticos y científicos sociales se han preguntado, a la par con De Soto, “por qué el capitalismo triunfa en occidente y fracasa en el resto del mundo”. Para los izquierdistas ortodoxos el gran culpable de nuestra miseria, el proveedor de iniquidades por excelencia, es el actual sistema. Su derrota en esta parte del continente sería el síntoma de su absoluta inviabilidad, ergo, habría que desterrarlo e implantar modelos de desarrollo más humanos, si no adefesios colectivistas. En su ofuscamiento ideológico no quieren advertir que el subdesarrollo de los países latinoamericanos no es, ni mucho menos, endosable al capitalismo, sino que, al revés, se debe a una aplicación incoherente e insuficiente del mismo. Porque, a decir verdad, las sociedades donde el sistema fue adoptado congruentemente accedieron ya al Primer Mundo o están camino a lograrlo (v. gr., España y los emergentes europeos, Chile y Brasil), mas no así las restantes que, lejos de aprovechar estas ricas experiencias, implementaron más bien recetas estatistas y populistas. En el Perú, por ejemplo, se aplicó por muchos años el mercantilismo, una perniciosa herencia de la tradición española.
En el siglo XXI --dice Oppenheimer-- hay dos tipos de países: los “captacapitales” y los “espantacapitales”, poco o nada importa la ideología de sus respectivos gobiernos, da igual que sean comunistas, socialistas, progresistas, capitalistas o supercapitalistas. El argumento del autor de “Cuentos Chinos” es contundente:“América Latina tiene dos caminos: el de atraer más inversiones y exportar productos de mayor valor agregado, como lo están haciendo China, India, Chile, Irlanda, Polonia, la República Checa, Letonia y todos los demás países que están creciendo y reduciendo la pobreza, o el de caer en el engaño populista de los capitanes del micrófono que --como Chávez y Castro-- culpan a otros por la pobreza en sus países para justificar sus propios desaciertos y perpetuarse en el poder. La elección es fácil, salvo para los que viven con anteojeras y no quieren ver la realidad: en el mundo hay docenas de países que están reduciendo la pobreza a pasos agigantados aprovechando la globalización, mientras que no existe un solo ejemplo de una nación que esté reduciendo la pobreza ahuyentando el capital y dando golpes en la mesa”[51]. Así pues, tenemos que subirnos sí o sí al carro ganador. Los héroes y herejes “antisistema” que se lancen contra él serán forzosamente atropellados merced a su imprudencia temeraria. No podemos darnos el lujo de ir contra la corriente. Tengamos en cuenta que el capitalismo es un sistema rebosante de salud. Nadie pretende que sea un paraíso terrenal. No lo es, ya que sus contradicciones internas saltan a la vista; pero éstas, a despecho de los marxistas, no son antagónicas. Sus crisis periódicas no provocaron hasta ahora su colapso total y definitivo. Su presunta etapa final o agónica[52] existe únicamente en la imaginación delirante de sus detractores. Al parecer, el capitalismo llegó para quedarse.
Epílogo: Voy a rebatir con antelación algunas probables objeciones a mi trabajo, éstas podrían ser: 1) Que soy un simple repetidor de lugares comunes y bobadas derechistas; 2) Que mi cultura es “libresca” y no vital; 3) Que soy un alienado cultural, negador del componente andino de mi identidad. He aquí mi respuesta: Ad 1) Efectivamente, los autores que cité a mi favor --Jean François Revel, Francis Fukuyama, Andrés Oppenheimer, Plinio Apuleyo, Carlos Alberto Montaner, Álvaro Vargas Llosa, Juan Carlos Valdivia, etc.-- son liberales (soslayando los matices). Sus planteamientos pueden ser hasta triviales; pero, a diferencia de las mil y una idioteces de la izquierda, están respaldados de cabo a rabo por la realidad, ergo, no son boberías. Ad 2) Mario Vargas Llosa pone en boca del “perfecto idiota” esta declaración: “Lo que sé lo aprendí en la vida, no en los libros, y por eso mi cultura no es libresca sino vital”[53]. Una manera petulante de justificar la ignorancia. Es un honor para mí ser “libresco”. Si hay algo que me causa pesar es no serlo en mayor grado. No es nada fácil explorar el pensamiento ajeno. Suscribo del principio al fin la afirmación de Lucien Sfez: “Mi obra no tiene nada original. Está hecha de robos u operaciones de rapiña”[54]. Ad 3) Que no me haya amoldado pasivamente al estereotipo propugnado por el indigenismo no significa, ni mucho menos, que sea un alienado. No caeré en la trampa de la falsa identidad. Sé que en mis genes prevalece el componente andino; pero no soy un indio “puro”, soy más bien mestizo. Huelga decir que uno de los polos de mi identidad es indefectiblemente occidental. Por supuesto que debemos valorar nuestra cultura andina y, con más razón, nuestro pasado precolombino, pero desechando posibles rencores, revanchismos o resentimientos. El victimismo es una tara abyecta que debemos superar de una vez para siempre.
Notas bibliográficas
[1] El regreso del idiota (Mondadori, Bogotá, 2007), p. 109.
[2] La voluntad de crear (Método e intuición en Mariátegui) (Akuarella, Arequipa, s/f), p. 66.
[3] Véase Josef Estermann, Filosofía andina. Sabiduría indígena para un mundo nuevo (ISEAT, La Paz, 2006). Cfr. Yudio Cruz, «El runa/jaqi “filósofo” y su Hermes gringo (Notas marginales a “Filosofía andina” de Estermann) », In-humanidades. Boletín de literatura y otras irreverencias, Año 1, Nº 2, Puno, 2009.
[4] Véase Fabián Vallas, «El fundamentalismo indigenista», El Peruano, 17/06/2005.
[5] 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (Amauta, Lima, 2000), p. 12.
[6] El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (Paidós, Barcelona, 1997).
[7] El fin de la historia y el último hombre (Doubleday, USA, 2000).
[8] Vallas, Ob.cit.
[9] Manuel Burga y Alberto Flores Galindo, «La utopía andina», Allpanchis, Vol. XVII, Nº 20, Cusco, 1982.
[10] La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (FCE, México D. F., 1996).
[11] Ruta cultural del Perú (Universo, Lima, 1973).
[12] Formas que preceden a la producción capitalista (Ed. Lima, Lima, s/f).
[13] Los modos de producción en el imperio de los incas (Amaru, Lima, 1989).
[14] Breve historia económico-social del Perú. Parte I: De la economía autónoma a la dependencia colonial (Jatunruna, Lima, 1981).
[15] La destrucción del imperio de los incas. La rivalidad política y señorial de los curacazgos andinos (Amaru, Lima, 1986), p. 196.
[16] «Demonios y degolladores: el discurso de los colonizados», Márgenes. Encuentro y debate, Año III, Nº 5-6, Lima, 1989, p. 126.
[17] La destrucción del imperio de los incas, p. 197.
[18] Enciclopedia temática del Perú (Trome). Tomo 8: Sociedad (El Comercio, Lima, 2006), p. 9.
[19] Véase Julio Rodríguez, «Indigenismo y “socialismo del siglo XX”», Ojo de saurio. Cultura y otras rarezas, Año 1, Nº 2, Puno, 2006.
[20] Citado en Carlos Iván Degregori, Qué difícil es ser Dios. Ideología y violencia política en Sendero Luminoso (El zorro de abajo, Perú, 1989), p. 21.
[21] Ibíd., p. 15.
[22] Véase Gustavo Gorriti, Sendero. Historia de la guerra milenaria en el Perú I (Apoyo, Lima, 1990).
[23] Manual del perfecto idiota latinoamericano (Plaza & Janés, Barcelona, 1996).
[24] Ibíd., p. 11.
[25] Plinio Apuleyo et. al., El regreso del idiota, p. 16.
[26] El sueño de Bolívar. El desafío de las izquierdas sudamericanas (Paidós, Barcelona, 2008).
[27] Manual del perfecto idiota latinoamericano, p. 65.
[28] La obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias (Urano, Barcelona, 2003).
[29] Véase también Robert Kagan, Poder y debilidad. Europa y Estados Unidos en el nuevo orden mundial (Taurus, Madrid, 2003).
[30] Ob.cit., p. 67.
[31] Véase « ¿Fracaso de las ideologías? o reafirmación nacionalista», En: Manuel Góngora (comp.), Pensamiento filosófico en el Perú (UNMSM, Lima, 1994).
[32] Véase El marxismo y la perestroika (Moshera, Lima, 1990).
[33] Véase Colapso y redención del socialismo (Ed. Universitaria, Cochabamba, 1994).
[34] Cinco tesis filosóficas (Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1975).
[35] El Estado megalómano (La Grâce l'État) (Planeta, Barcelona, 1982), p. 179.
[36] Ob.cit., p. 51.
[37] Ni con Marx ni contra Marx (FCE, México D. F., 1999).
[38] Ibíd., p. 251.
[39] Véase Las tres fuentes y las tres partes integrantes del marxismo (Polémica, Lima, 1973).
[40] La concepción del mundo de José Carlos Mariátegui (Janis, México D. F., 1988).
[41] Para entender Mariátegui (Conferencia dictada en 1968 en la Universidad San Cristóbal de Huamanga).
[42] Mariátegui y el marxismo (s/e, Lima, 2003).
[43] Ob.cit., p. 58.
[44] Ibíd., p. 25.
[45] El regreso del idiota, p. 269.
[46] Cuentos chinos. El engaño de Washington, la mentira populista y la esperanza de América Latina (Sudamericana, Buenos Aires, 2006), p. 50.
[47] Chindia. Cómo China e India están revolucionando los negocios globales (Mc Graw-Hill, México D. F., 2008).
[48] Ibíd., p. 27.
[49] El misterio del capital. Por qué el capitalismo triunfa en occidente y fracasa en el resto del mundo (El Comercio, Lima, 2000).
[50] Ibíd., p. 251.
[51] Ob.cit., p. 327.
[52] Véase V. I. Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo (Ediciones en Lenguas Extranjeras, Beijing, 1991).
[53] Manual del perfecto idiota latinoamericano, p. 11.
[54] Citado en Valdivia, Ob.cit., p. 79.
[1] El regreso del idiota (Mondadori, Bogotá, 2007), p. 109.
[2] La voluntad de crear (Método e intuición en Mariátegui) (Akuarella, Arequipa, s/f), p. 66.
[3] Véase Josef Estermann, Filosofía andina. Sabiduría indígena para un mundo nuevo (ISEAT, La Paz, 2006). Cfr. Yudio Cruz, «El runa/jaqi “filósofo” y su Hermes gringo (Notas marginales a “Filosofía andina” de Estermann) », In-humanidades. Boletín de literatura y otras irreverencias, Año 1, Nº 2, Puno, 2009.
[4] Véase Fabián Vallas, «El fundamentalismo indigenista», El Peruano, 17/06/2005.
[5] 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (Amauta, Lima, 2000), p. 12.
[6] El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (Paidós, Barcelona, 1997).
[7] El fin de la historia y el último hombre (Doubleday, USA, 2000).
[8] Vallas, Ob.cit.
[9] Manuel Burga y Alberto Flores Galindo, «La utopía andina», Allpanchis, Vol. XVII, Nº 20, Cusco, 1982.
[10] La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (FCE, México D. F., 1996).
[11] Ruta cultural del Perú (Universo, Lima, 1973).
[12] Formas que preceden a la producción capitalista (Ed. Lima, Lima, s/f).
[13] Los modos de producción en el imperio de los incas (Amaru, Lima, 1989).
[14] Breve historia económico-social del Perú. Parte I: De la economía autónoma a la dependencia colonial (Jatunruna, Lima, 1981).
[15] La destrucción del imperio de los incas. La rivalidad política y señorial de los curacazgos andinos (Amaru, Lima, 1986), p. 196.
[16] «Demonios y degolladores: el discurso de los colonizados», Márgenes. Encuentro y debate, Año III, Nº 5-6, Lima, 1989, p. 126.
[17] La destrucción del imperio de los incas, p. 197.
[18] Enciclopedia temática del Perú (Trome). Tomo 8: Sociedad (El Comercio, Lima, 2006), p. 9.
[19] Véase Julio Rodríguez, «Indigenismo y “socialismo del siglo XX”», Ojo de saurio. Cultura y otras rarezas, Año 1, Nº 2, Puno, 2006.
[20] Citado en Carlos Iván Degregori, Qué difícil es ser Dios. Ideología y violencia política en Sendero Luminoso (El zorro de abajo, Perú, 1989), p. 21.
[21] Ibíd., p. 15.
[22] Véase Gustavo Gorriti, Sendero. Historia de la guerra milenaria en el Perú I (Apoyo, Lima, 1990).
[23] Manual del perfecto idiota latinoamericano (Plaza & Janés, Barcelona, 1996).
[24] Ibíd., p. 11.
[25] Plinio Apuleyo et. al., El regreso del idiota, p. 16.
[26] El sueño de Bolívar. El desafío de las izquierdas sudamericanas (Paidós, Barcelona, 2008).
[27] Manual del perfecto idiota latinoamericano, p. 65.
[28] La obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias (Urano, Barcelona, 2003).
[29] Véase también Robert Kagan, Poder y debilidad. Europa y Estados Unidos en el nuevo orden mundial (Taurus, Madrid, 2003).
[30] Ob.cit., p. 67.
[31] Véase « ¿Fracaso de las ideologías? o reafirmación nacionalista», En: Manuel Góngora (comp.), Pensamiento filosófico en el Perú (UNMSM, Lima, 1994).
[32] Véase El marxismo y la perestroika (Moshera, Lima, 1990).
[33] Véase Colapso y redención del socialismo (Ed. Universitaria, Cochabamba, 1994).
[34] Cinco tesis filosóficas (Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1975).
[35] El Estado megalómano (La Grâce l'État) (Planeta, Barcelona, 1982), p. 179.
[36] Ob.cit., p. 51.
[37] Ni con Marx ni contra Marx (FCE, México D. F., 1999).
[38] Ibíd., p. 251.
[39] Véase Las tres fuentes y las tres partes integrantes del marxismo (Polémica, Lima, 1973).
[40] La concepción del mundo de José Carlos Mariátegui (Janis, México D. F., 1988).
[41] Para entender Mariátegui (Conferencia dictada en 1968 en la Universidad San Cristóbal de Huamanga).
[42] Mariátegui y el marxismo (s/e, Lima, 2003).
[43] Ob.cit., p. 58.
[44] Ibíd., p. 25.
[45] El regreso del idiota, p. 269.
[46] Cuentos chinos. El engaño de Washington, la mentira populista y la esperanza de América Latina (Sudamericana, Buenos Aires, 2006), p. 50.
[47] Chindia. Cómo China e India están revolucionando los negocios globales (Mc Graw-Hill, México D. F., 2008).
[48] Ibíd., p. 27.
[49] El misterio del capital. Por qué el capitalismo triunfa en occidente y fracasa en el resto del mundo (El Comercio, Lima, 2000).
[50] Ibíd., p. 251.
[51] Ob.cit., p. 327.
[52] Véase V. I. Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo (Ediciones en Lenguas Extranjeras, Beijing, 1991).
[53] Manual del perfecto idiota latinoamericano, p. 11.
[54] Citado en Valdivia, Ob.cit., p. 79.
Con tanto interés y llanto he leído tu blog, que celebro que hayas dejado el derecho si estos son los resultados de una vida anti-jurídica...
ResponderEliminarHaberte encontrado justifica plenamente el haber creado este bendito blog...
Debo confesar que las sandalias de Zaratustra no me quedan bien, mis pies son un poco deformes y los callos exigen algo con qué ser cubiertos...
Camarada, necesito tu correo electrónico para escribirte largo y tendido... Debes saber que actualmente soy el improvisado director de una revista cultural que lleva el nombre de CONTRANATURA...
ResponderEliminarAtentamente,
Roger Vilca
Ex-espectador
Mi correo es: el_espectador2006@hotmail.com
ResponderEliminarme encanta como escribes, eres perfecto!!!♥♥♥
ResponderEliminartus escritos me agradan...porque el hombre debe visionar hacia adelante ..no quedarse en el pasado ..ni recordar viejos tiempos.
ResponderEliminarcuando habra otro encuentro literario, donde expongas tus ideas? por favor publicalo en tu blog!!! ☺☺☺
ResponderEliminarRecojo tus últimas palabras Jila o deberia de terminarlo Jilata (Hermano), el desarrollo entre otros conceptos, ideas, modelos, sistemas, etc. (pachacuti) no deberia ser considerado como un problema el cual erradicar pero como todo debemos revisar los principios, el que tomamos para la construción como base de un modelo o sistema como quieran llamarlo i te fijas más en aquellos que son como nosotros y totalmente diferentes, en como creen representarnos, pero no te fijas en los pocos que miramos más ampliamente la vida, no solo tenemos algo (más) de Aymaras, Quechuas, europeos, (biológicamente) sino subjetivamente tenemos un poco de todos, este medio muy usual ya es nuestro (necesidad para algunos), en fin estos jilas o no, cual grupo folclórico ensayan una i otra vés sus deslocados pasos a ritmos ajenos i otros "Propios" no deberia preocuparte asi como tu muchos se ocupan de ellos, ocupate de ti i los tuyos como Aymaras que somos..., sino ver métodos (con sustento) para insertar como muchas culturas aspectos funcionales en este mundo globalizado, i no rebusques para ser tan "libresco" ante ellos que de seguro no te entenderan, no puedo cambiar el color de mi piel, de esa misma forma no intento cambiar el color de mi pensamiento, como Aymara apuesto por propuestas antes que las protestas tontas obligadas por la ignorancia. Por cientro soy de Plateria
ResponderEliminarAmigo Carlos, respeto su opinión porque me parece alturada y sensata, aunque no necesariamente la comparta. Qué coincidencia mi mamá es también de Platería, exactamente de Camacani. Saludos.
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