Ese
flaco que me espera, puntual como pocos, en una esquina de la plaza
de Arequipa es el escritor Orlando Mazeyra. Nunca antes lo vi en
persona, pero lo reconozco en el acto. Es más alto de lo que
imaginé, más que yo, o sea, y quizá ese rasgo acentúe su
delgadez. Su corte de pelo, casi al rape, es idéntico al que lleva
en las fotos que aparecen en las solapas de sus libros, en su
Facebook y en su blog. Nuestra cita era a la 1:00 p.m. La
concertamos, vía Face, hace solo un par de horas. Pucha,
llego tres minutos tarde.
Me
hablaron por primera vez de Orlando Mazeyra Guillén (Arequipa, 1980)
en el 2010, cuando aún vivía en Puno. Valió la pena pagar 15 soles
por estos cuentos, me dijo un escritor puneño, gran amigo mío,
quien había comprado La prosperidad reclusa (2009), el
segundo libro de Mazeyra, únicamente para no desairar al vendedor,
un célebre poeta de la Ciudad Blanca. Otro amigo, en aquel
entonces estudiante de Derecho de la UNSA, me contó que el viaje de
Arequipa a Puno (en bus económico), que en otras ocasiones le
parecía insoportable, ahora, increíblemente, con el texto de
Mazeyra entre manos, le había resultado hasta placentero. Me bastó
leer los primeros relatos de La prosperidad reclusa
para darles la razón.
Estamos
en el segundo piso de una cafetería de la calle Mercaderes; Orlando
ha pedido, para los dos, unos helados que están deliciosos. He derribado el
mío, no sé si por nerviosismo o distracción, pero —oh, sorpresa—
no se ha derramado ni una gota. Mazeyra quiere obsequiarme Mi
familia y otras miserias (2013), su último libro de cuentos,
pero ya tengo mi ejemplar, recién compradito de la Libunsa, y se lo
alcanzo para que me lo firme. Hago lo propio con Urgente:
necesito un retazo de felicidad (2007), su ópera prima, pero
ocurre que ya está autografiada por el autor y tiene una dedicatoria
tremebunda. Le confieso, avergonzado, que la acabo de adquirir en una
librería de viejo. Orlando
arranca esa página, la dobla en cuatro, se la guarda en el bolsillo
del pantalón y estampa su rúbrica en la segunda hoja.
Enciendo
mi reportera digital… A Mazeyra le apasiona el fútbol. Era un niño
cuando su padre lo llevó por primera vez al estadio. Desde ese
momento se quedó encandilado con el balompié. Su contacto inicial
con la escritura se lo debe, quién lo diría, a este deporte. Cuando
era colegial leía las crónicas deportivas de El Gráfico,
de Argentina, y escribía cuentos futbolísticos. Uno de sus
personajes era un arquero imbatible que tenía el mismo apellido que
el director de su colegio y defendía, qué duda cabe, el arco del
Melgar, equipo del que Orlando se declara hincha acérrimo.
Ingresó
a Ciencias de la Comunicación en la UNSA, pero su madre le advirtió
que, si no quería morirse de hambre, debía seguir, además, una
carrera con futuro. Así que se fue a estudiar Ingeniería de
Sistemas a la UCSM. Sin embargo, nunca se alejó de la prensa.
Actualmente, publica crónicas y entrevistas en distintos medios
locales, nacionales e internacionales. Incluso fue corrector de
estilo en la edición sureña de un conocido diario. Su gran
referente en el periodismo es su amigo César Hildebrandt.
Su
escritor predilecto es Mario Vargas Llosa. Dice que devoró todas sus
obras, menos La guerra del fin del mundo, que dejó a medio
leer. Lo admira tanto que, cuando tuvo la oportunidad de visitar la
biblioteca del nobel, en Lima, estuvo a punto de besar su escritorio.
El libro de Vargas Llosa que lo marcó y con el cual se siente
identificado es El pez en el agua, ya que el niño Orlando, al
igual que el niño Mario que aparece en esas memorias, tuvo una
relación muy tormentosa con su padre.
Formulé
poquísimas preguntas —breves, vacilantes, obvias—, en la hora y
media que duró nuestra reunión. Mazeyra se anticipó a casi todas
las que había planeado y me las absolvió como si hubiese ensayado
las respuestas. Por eso me despedí feliz, presto a transcribir el
audio. Nunca
imaginé, Orlando, que un virus, compadecido tal vez mi torpeza
periodística, borraría esa entrevista.
* Columna publicada en Correo Arequipa (10/08/2013).